sábado, 24 de noviembre de 2007

DOMINGO XXXIV. DEL TIEMPO ORDINARIO /C


SOLEMNIDAD DE «CRISTO REY»

2Sm 5, 1-3
Sal 121
Col 1, 12-20
Lc 23, 35-43

HOMILÍA

Hermanos: en este último domingo del año litúrgico se nos brinda la figura de Cristo Rey. Si ya nos resulta un tanto difícil confesar a Jesús de Nazaret como Mesías, más nos cuesta en nuestros días confesarlo y proclamarlo como Rey. Este término está cargado, en muchísimos casos, de connotaciones nada positivas; más bien negativas.

Y la Liturgia se empeña en proclamar a Cristo Rey. ¿Será porque no se da cuenta, o no quiere que la entendamos, o es expresión de la casta clerical pero no la del pueblo llano y fiel? Muchos lo pensarán así. Pero hagamos un esfuerzo por adentrarnos en su mensaje.

Jesús vivió como un hombre entregado a Dios. En su vida lo primordial fue la voluntad de Dios, a quien trataba con la confianza de llamarlo Padre y enseñar que, al dirigirnos a Dios, lo hagamos con este término... Se ganó la condena de las autoridades religiosas; y tal vez no se ganó con ello ningún adepto entre el pueblo fiel, temeroso de las autoridades.

Jesús se acercó a los pecadores, a las mujeres, a los enfermos, a los leprosos, a los marginados de la Sinagoga y del Templo por su condición de impureza cultual, y no guardaba —parece— la observancia del sábado. Y se granjeó la condena de las autoridades religiosas. Y tal vez no hizo ningún adepto entre el pueblo, fiel, pero temeroso de ser rechazado del culto.

Nosotros mismos decimos que si Jesús viniera hoy arremetería en primer lugar contra los mismos curas, el Vaticano, los títulos nobiliarios en la Iglesia, sus riquezas, etc., etc.

¡Cómo han cambiado las cosas! En tiempos de Jesús el pueblo llano no podía hablar, y el pobre, el enfermo, el pecador, no podían disfrutar junto a los demás de las alegrías del culto: añoraban al Mesías. Jesús los sacaba de su miseria y los llenaba de esperanza, provocando en ellos la fe. Con ello manifestaba que era Dios, el Padre de todos, el único que podía salvar.

Pero hoy hablamos todos, y de cualquier cos; no necesitamos defensores ni valedores, y menos que alguien provoque nuestra fe, pues es una moneda devaluada. ¿No es así?

¡Qué bien lo refleja el evangelista Lucas en el pasaje del evangelio que hemos leído! Tal vez por eso nos empeñamos en rechazar el culto, la Iglesia, las autoridades, las normas, etc., etc. Ante la cruz de Jesús, las autoridades religiosas y políticas se ríen de él; uno de los malhechores se encara a él. Sólo quien es capaz de reconocer su miseria, su culpabilidad, es capaz de suplicarle con fe: acuérdate de mí... ¿Es éste nuestro caso?

Y, en este momento, el más paradójico de la vida de Jesús, el momento en que es palpable el abandono que sufre por parte de aquél en quien había confiado (el Padre), el momento mismo del último suspiro de vida, él habla de vida en el paraíso. Hace falta fe para aceptar su palabra. La provoca en un malhechor, como la había provocado en no pocos enfermos y pecadores que buscaban salvarse...

¿Podría provocarla en mí, en ti, en nosotros? Yo le pido que pueda abrirme a ese don de la fe, y que me haga fiel seguidor suyo, que sepa servirle en los más necesitados confiando plenamente en Dios a quien puedo llamarle Padre.