Hch 13, 14.43-52
Sal 99
Ap 7, 9.14b-17
Jn 10, 27-30
HOMILÍA
Hermanos: el cuarto domingo de Pascua nos presenta en su evangelio a Jesús como pastor. Por eso es considerado como el domingo del Buen Pastor, y también como el domingo dedicado a las vocaciones religiosas. Si rascáramos un poquito la superficie de nuestro corazón de creyentes en seguida aparecería que el seguidor de Jesús es un vocacionado, un llamado. Está llamado por Dios a mantener con él unas relaciones de amistad y a dar razón de esas relaciones; está llamado/a a proclamarlas con su palabra y con su forma de vida, que no es otra que la vida que le va mostrando en su Hijo Jesús.
Esto significa que tanto yo —cura— como tú —laico/a—somos los dos vocacionados. En el Bautismo manifestamos nuestra decisión de responder afirmativamente a la llamada de Dios: renunciamos a todas las manifestaciones del pecado, y abrazamos el tipo de vida al que Dios nos llamaba, manifestado en la Escritura, en su Hijo, y concretado en la vida comunitaria de la Iglesia.
En la primera lectura de hoy se nos presenta esta realidad con una claridad diáfana: los apóstoles (en el caso de hoy, Pablo y Bernabé) daban un testimonio valiente de Jesús ante los judíos: conseguían muchos seguidores hasta el punto de suscitar la envidia de los judíos recalcitrantes, que organizan una persecución contra ellos. Los apóstoles no se les enfrentarán, sino que les recordarán el mandato recibido de Jesús: dedicarse primero a ellos y, si los rechazan, volverse a los paganos, a fin de anunciarles también a ellos la salvación que otorga Dios.
¿Descubrimos, hermanos, lo que está en juego? No es la salvación eterna lo que está en juego, pues, como se ha proclamado en la segunda lectura de hoy «gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua estaban de pie delante del trono y del Cordero». Es que la sangre del Cordero ha lavado las manchas de pecado en todos/as los/as vivientes, que ahora disfrutan del canto celestial por toda la eternidad.
Lo que está, pues, en juego, es esto otro: ¿Cómo disfrutamos, nosotros que lo conocemos, del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, y se lo hacemos disfrutar a quienes lo desconocen? ¿Cómo vivimos, o concretamos en nuestra vida, la vocación, la llamada, que Dios nos otorga? Dios nos llama a vivir esta realidad y a darla a conocer. ¿Vivimos como Dios espera de nosotros, como vocacionados/as, como quienes han respondido afirmativamente a la llamada, a la invitación de Dios? ¡Esto es lo que está en juego!
Es aquí donde encontramos la vocación: en el deseo de responder afirmativamente a esta invitación que Dios nos hace, en su Hijo Jesús. Pero muchos, o porque no lo saben, o porque tienen otras preocupaciones o prioridades, no quieren entender así su vida.
Puede resultarnos clarificador el odio que presentan los judíos y la revuelta que organizan contra los apóstoles. Ellos, como creyentes, siguen a Moisés y obedecen la Ley, y, en su cumplimiento encuentran la salvación..., y sienten que Pablo y Bernabé los quieren desviar de su camino de salvación, presentándoles a Jesús, muerto como proscrito, como el único en cuyo nombre se otorga la salvación; y, además, una salvación universal, que no se limita exclusivamente al pueblo judío; porque en Jesús todos somos hijos/as de Dios. Aquellos judíos eran creyentes, servidores del Dios que les había liberado de Egipto, y se esforzaban en cumplir la Ley, y por ello alcanzaban la salvación... por lo que rechazan la oferta que Dios les hace en su Hijo, que era lo que les presentaban los apóstoles Pablo y Bernabé. ¿Es nuestro caso?
Deberíamos contemplar nuestra fe y nuestra relación con Dios con gran humildad. Seríamos como aquellos judíos si creyéramos que por no hacer nada malo, u oír misa, o cumplir a nuestra manera algunos preceptos de la ley, alcanzamos la salvación. En tal caso, no prestaríamos oído a la llamada, a la invitación de Dios, y no podríamos responderle como personas vocacionadas.
Si, por el contrario, confiamos en Jesús, trataremos de escuchar en él cada día la invitación de Dios: a hacer comunidad, entablar relaciones de amistad con Dios, al servicio, al perdón, a la construcción de la Paz, a la solidaridad con los marginados y pobres..., a todo aquello que Jesús hizo realidad en su vida. Para ello acudiríamos a las Escrituras, a la escucha de la Palabra de Dios, a la oración comunitaria, a la celebración de la Eucaristía como sacramento de unidad.
Hermanos: de verdad que sería fuente de gozo y alegría este tipo de respuesta vocacionada a Dios. La vida de vocación da su fruto: hace brotar en su entorno nuevos/as vocacionados/as, y se va haciendo realidad la voluntad de Dios.
Necesitamos hombres y mujeres con vocación: pidámoslos.