sábado, 28 de abril de 2007

DOMINGO IV DE PASCUA /C


Hch 13, 14.43-52
Sal 99
Ap 7, 9.14b-17
Jn 10, 27-30

HOMILÍA

Hermanos: el cuarto domingo de Pascua nos presenta en su evangelio a Jesús como pastor. Por eso es considerado como el domingo del Buen Pastor, y también como el domingo dedicado a las vocaciones religiosas. Si rascáramos un poquito la superficie de nuestro corazón de creyentes en seguida aparecería que el seguidor de Jesús es un vocacionado, un llamado. Está llamado por Dios a mantener con él unas relaciones de amistad y a dar razón de esas relaciones; está llamado/a a proclamarlas con su palabra y con su forma de vida, que no es otra que la vida que le va mostrando en su Hijo Jesús.

Esto significa que tanto yo —cura— como tú —laico/a—somos los dos vo­cacionados. En el Bautismo manifestamos nuestra decisión de responder afirmativamente a la llamada de Dios: renunciamos a todas las manifestaciones del pecado, y abrazamos el tipo de vida al que Dios nos llamaba, manifestado en la Escritura, en su Hijo, y concretado en la vida comunitaria de la Iglesia.

En la primera lectura de hoy se nos presenta esta realidad con una claridad diáfana: los apóstoles (en el caso de hoy, Pablo y Bernabé) daban un testimonio valiente de Jesús ante los judíos: conseguían muchos seguidores hasta el punto de suscitar la envidia de los judíos recalcitrantes, que organizan una persecución contra ellos. Los apóstoles no se les enfrentarán, sino que les recordarán el mandato recibido de Jesús: dedicarse primero a ellos y, si los rechazan, volverse a los paganos, a fin de anunciarles también a ellos la salvación que otorga Dios.

¿Descubrimos, hermanos, lo que está en juego? No es la salvación eterna lo que está en juego, pues, como se ha proclamado en la segunda lectura de hoy «gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua estaban de pie delante del trono y del Cordero». Es que la sangre del Cordero ha lavado las manchas de pecado en todos/as los/as vivientes, que ahora disfrutan del canto celestial por toda la eternidad.

Lo que está, pues, en juego, es esto otro: ¿Cómo disfrutamos, nosotros que lo conocemos, del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, y se lo hacemos disfrutar a quienes lo desconocen? ¿Cómo vivimos, o concretamos en nuestra vida, la vocación, la llamada, que Dios nos otorga? Dios nos llama a vivir esta realidad y a darla a conocer. ¿Vivimos como Dios espera de nosotros, como vocacionados/as, como quienes han respondido afirmativamente a la llamada, a la invitación de Dios? ¡Esto es lo que está en juego!

Es aquí donde encontramos la vocación: en el deseo de responder afirmativamente a esta invitación que Dios nos hace, en su Hijo Jesús. Pero muchos, o porque no lo saben, o porque tienen otras preocupaciones o prioridades, no quieren entender así su vida.

Puede resultarnos clarificador el odio que presentan los judíos y la revuelta que organizan contra los apóstoles. Ellos, como creyentes, siguen a Moisés y obedecen la Ley, y, en su cumplimiento encuentran la salvación..., y sienten que Pablo y Bernabé los quieren desviar de su camino de salvación, presentándoles a Jesús, muerto como proscrito, como el único en cuyo nombre se otorga la salvación; y, además, una salvación universal, que no se limita exclusivamente al pueblo judío; porque en Jesús todos somos hijos/as de Dios. Aquellos judíos eran creyentes, servidores del Dios que les había liberado de Egipto, y se esforzaban en cumplir la Ley, y por ello alcanzaban la salvación... por lo que rechazan la oferta que Dios les hace en su Hijo, que era lo que les presentaban los apóstoles Pablo y Bernabé. ¿Es nuestro caso?

Deberíamos contemplar nuestra fe y nuestra relación con Dios con gran humildad. Seríamos como aquellos judíos si creyéramos que por no hacer nada malo, u oír misa, o cumplir a nuestra manera algunos preceptos de la ley, alcanzamos la salvación. En tal caso, no prestaríamos oído a la llamada, a la invitación de Dios, y no podríamos responderle como personas vocacionadas.

Si, por el contrario, confiamos en Jesús, trataremos de escuchar en él cada día la invitación de Dios: a hacer comunidad, entablar relaciones de amistad con Dios, al servicio, al perdón, a la construcción de la Paz, a la solidaridad con los marginados y pobres..., a todo aquello que Jesús hizo realidad en su vida. Para ello acudiríamos a las Escrituras, a la escucha de la Palabra de Dios, a la oración comunitaria, a la celebración de la Eucaristía como sacramento de unidad.

Hermanos: de verdad que sería fuente de gozo y alegría este tipo de respuesta vocacionada a Dios. La vida de vocación da su fruto: hace brotar en su entorno nuevos/as vocacionados/as, y se va haciendo realidad la voluntad de Dios.

Necesitamos hombres y mujeres con vocación: pidámoslos.



sábado, 21 de abril de 2007

III. DOMINGO DE PASCUA «C»

HOMILÍA

Hch 5, 27b-32.40b41
Ap 5, 11-14
Jn 21, 1-19

 

Hermanos: el Tiempo Pascual es la época del año que nos viene con la esperanza renacida, con una naturaleza que va despertando de su letargo invernal y con una luminosidad que va adueñándose de todos los rincones oscuros. ¡Todo un presagio! Es la época en que, si nos acercamos al misterio de la resurrección, podemos vernos revitalizados y reconfortados en nuestra fe. Y ¿verdad que lo necesitamos?

A veces nos da la impresión de que los postulados doctrinales han de ser inamovibles y nos aferramos a ellos (recordemos a los del Sanedrín, con el Sumo Sacerdote al frente); otras veces nos contentamos con hacer algún bien, o algún favor o una limosna, pero que no se toque nuestro modo de vida. Hoy Cáritas nos invita a solidarizarnos con los "sin techo", a compartir con ellos nuestros recursos económicos.

Pero ¿verdad que lo que echamos en falta es la comunidad, el sentirnos arropados y haciendo todos lo mismo, y tenemos la sensación de que cada cual va "a su bola"?

La segunda lectura nos ha alertado en el sentido de que el cántico celestial no es una competición de voces y de protagonismos, sino que todos a una cantan las glorias del Cordero Degollado: ésa es la liturgia celestial que, de alguna manera, queremos anticiparla nosotros en la nuestra.

Este tiempo pascual puede ayudarnos en su consecución. Pero tengamos en cuenta que Dios no va a obligarnos; respeta nuestra libertad. Dios nos convoca a disfrutar de los misterios que nos manifiesta en su Hijo y, para participar de ellos, nos concede su Espíritu. Pero, fijaos en el evangelio de hoy: ante la decisión de Pedro (cabeza del grupo) «me voy a pescar» el grupo responde sin dudarlo un momento: «vamos también nosotros contigo».

Esto es: es preciso el arrojo, la entrega, la decisión, para salir de una situación en la que podamos estar estancados, como los del Sanedrín, o los discípulos en el Cenáculo. Pero no basta: «bregaron toda la noche sin pescar nada».

El evangelio nos presenta a Jesús como aquél que hace productivo y provechoso el trabajo, que nos invita a una mesa (es la eucaristía) a la que hemos de aportar lo nuestro («traed de los peces que habéis pescado»), y cambia totalmente nuestra vida de temores y complejos (las tres negaciones) en una vida entregada: «apacienta mis corderos».

No es, pues, cuestión de encerrarnos en nuestras costumbres, ni en nuestros esquemas doctrinales, ni en nuestros complejos, miedos y titubeos, ni tampoco en prácticas religiosas improductivas. Necesitamos una experiencia personal («¡es el Señor!») y grupal de Jesús. La Eucaristía dominical nos da oportunidad para ello. Pero algo tenemos que poner de nuestra parte. Y ese algo no es, precisamente, la excusa de que por algo habremos venido a misa, o yo ya colaboro con Cáritas, sino que hay que ponerse a disposición del Espíritu, para que la novedad del hombre nuevo nacido de la Resurrección, se note en su vida diaria, en sus acciones solidarias y en su liturgia dominical. Es preciso que nos vayamos concienciando de que hemos de pasar de contentarnos con cumplir o colaborar, a asumir responsabilidades, comprometernos con el servicio a la comunidad y la realización de una liturgia atrayente y atractiva que se desarrolle en la transformación de esa sociedad que reclama la presencia de Dios para que brille en ella la entrega, la solidaridad, el perdón, la paz y el amor.

Ojalá, pues, que nuestros encuentros en la liturgia dominical nos proporcionen un encuentro con el Resucitado, y que los conviertan en imagen de la liturgia celestial. Ojalá sea el mismo Jesús resucitado el que encontramos preparándonos la mesa en la que se operará la transformación de nuestra vida, en la cual le negamos no tres veces sino trescientas veces a Jesús, y nos ponga a servir a nuestros hermanos.

Respondamos agradecidos a Dios. No nos arrepentiremos de ello.

 

sábado, 14 de abril de 2007

DOMINGO II. DE PASCUA /C


Hch 5, 12; 16
Ap 1, 9-11ª.12-13.17-19
Jn 20, 19-31

 

Hermanos: la Iglesia se ve desbordada por la alegría que rezuma el acontecimiento pascual. Dios no ha permitido que el justo, rechazado injustamente y condenado a la muerte, quedara en sus garras. Lo ha confirmado como Señor de la Vida. Es lo que se nos ha proclamada en la visión del Apocalipsis: «Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo».

Estas palabras que a Juan le parecen lo máximo que se pueda decir, a nosotros nos dejan tan fríos, apenas nos dicen nada, no nos mueven en absoluto, no motivan nuestra alegría y el agradecimiento a ese Dios, autor de la vida que la corona en la gloria, aunque los poderes, la ignorancia e incluso la religiosidad son capaces de tildarla de condenable. Nuestra vida, pues, tiene un final feliz: nos lo asegura Dios en su Hijo Jesús y en nosotros no provoca alegría.

Es la voz que suena estentórea, como el sonido de trompeta, lo que hace volver a Juan. Cuando se vuelve, es decir, cuando se pone cara a Dios, cuando se convierte, es posible ver que la gloria no está reservada y limitada al templo de Jerusalén (representado en el candelabro de siete brazos) sino que se abre a todos los rincones en que se invoque su nombre (representada esta realidad en los siete candelabros, número que expresa multitud).

Pero ¿verdad que esta visión nos encuentra despistados, mirando hacia otra parte, encerrados en nuestras prácticas religiosas, nuestras concepciones y convicciones individuales y complejos propios del tiempo y de las modas que nos toca vivir?

Nunca ha sido fácil creer. La fe es una aventura que compromete; no es nada clara; es una apuesta que se hace comprometiendo la propia vida... ¿Y si después no hay nada? ¿Voy a perderme la oportunidad de disfrutar de los placeres del presente?

¡Qué poco hemos entendido! ¡Como si quien confía plenamente en Dios y se entrega por entero a él no disfrutara plenamente de la vida! ¡Cuánto confiamos en lo que el mundo nos ofrece! También los discípulos estaban demasiado atados a sus tradiciones y confiados en ellas y no querían aceptar la resurrección; la consideraban cosa de mujeres imaginativas. Se resistían tanto, aunque era algo que se les imponía, que Juan pone en boca de Tomás lo que diría cualquiera de nosotros para defenderse en su postura solitaria, marginal: Si no meto mi dedo en el agujero de los clavos...

La fe en Jesús, lo vemos en Tomás, no puede vivirse en solitario, cada cual a su bola, como podemos pretender en nuestros días. O se vive en comunidad, o no hay presencia del Resucitado; o se expresa en la fraternidad de una mesa como la de la Eucaristía, o cada cual se encierra en sus prácticas religiosas que no aportan alegría pascual, la que sana, la que hace plantearse la propia vida y adherirse al grupo de los salvados.

Y nosotros, en estos tiempos que nos ha tocado vivir, nos empeñamos en seguir las normas de estos tiempos: nos refugiamos defensivamente en la intimidad propia, prescindiendo de los demás, buscando el propio beneficio, tratando de no molestar a nadie..., sin darnos cuenta de que el gesto de Dios en su Hijo es reunirnos en torno a la misma mesa.

La mesa de la Eucaristía no es para que quien quiera se alimente cuando necesite ser fortalecido para poder disfrutar de todo lo que posee, sino la mesa donde se plantean las necesidades de los comensales y de los del entorno; la mesa en la que el Resucitado se hace presente y lanza a los convocados, rotas las paredes y los complejos que atenazan, a hacer realidad el perdón y la paz; la mesa donde se fragua la nueva humanidad, la del hombre guiado por el Espíritu que confía plenamente en Dios, y no en el poder de la ciencia, la sabiduría, la cultura, la política, el dinero, la comodidad, el placer...

Si queremos, pues, contagiarnos de la alegría pascual no tenemos más remedio que volver nuestra mirada a Dios, convertirnos, dejarnos ganar por ese Jesús en quien Dios nos lo dice todo, y vivirlo juntos en la mesa en que se hace presente, la mesa de la Eucaristía, que compromete toda la vida a vivir como salvados que ganan adeptos a los que les hace vivir la alegría pascual.

No podemos, pues, procurarnos la salvación individual. Dios nos exige compartirla en la mesa cuyo centro ocupa el Glorificado, y del que brota el Espíritu del Perdón y de la Paz.