sábado, 14 de abril de 2007

DOMINGO II. DE PASCUA /C


Hch 5, 12; 16
Ap 1, 9-11ª.12-13.17-19
Jn 20, 19-31

 

Hermanos: la Iglesia se ve desbordada por la alegría que rezuma el acontecimiento pascual. Dios no ha permitido que el justo, rechazado injustamente y condenado a la muerte, quedara en sus garras. Lo ha confirmado como Señor de la Vida. Es lo que se nos ha proclamada en la visión del Apocalipsis: «Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo».

Estas palabras que a Juan le parecen lo máximo que se pueda decir, a nosotros nos dejan tan fríos, apenas nos dicen nada, no nos mueven en absoluto, no motivan nuestra alegría y el agradecimiento a ese Dios, autor de la vida que la corona en la gloria, aunque los poderes, la ignorancia e incluso la religiosidad son capaces de tildarla de condenable. Nuestra vida, pues, tiene un final feliz: nos lo asegura Dios en su Hijo Jesús y en nosotros no provoca alegría.

Es la voz que suena estentórea, como el sonido de trompeta, lo que hace volver a Juan. Cuando se vuelve, es decir, cuando se pone cara a Dios, cuando se convierte, es posible ver que la gloria no está reservada y limitada al templo de Jerusalén (representado en el candelabro de siete brazos) sino que se abre a todos los rincones en que se invoque su nombre (representada esta realidad en los siete candelabros, número que expresa multitud).

Pero ¿verdad que esta visión nos encuentra despistados, mirando hacia otra parte, encerrados en nuestras prácticas religiosas, nuestras concepciones y convicciones individuales y complejos propios del tiempo y de las modas que nos toca vivir?

Nunca ha sido fácil creer. La fe es una aventura que compromete; no es nada clara; es una apuesta que se hace comprometiendo la propia vida... ¿Y si después no hay nada? ¿Voy a perderme la oportunidad de disfrutar de los placeres del presente?

¡Qué poco hemos entendido! ¡Como si quien confía plenamente en Dios y se entrega por entero a él no disfrutara plenamente de la vida! ¡Cuánto confiamos en lo que el mundo nos ofrece! También los discípulos estaban demasiado atados a sus tradiciones y confiados en ellas y no querían aceptar la resurrección; la consideraban cosa de mujeres imaginativas. Se resistían tanto, aunque era algo que se les imponía, que Juan pone en boca de Tomás lo que diría cualquiera de nosotros para defenderse en su postura solitaria, marginal: Si no meto mi dedo en el agujero de los clavos...

La fe en Jesús, lo vemos en Tomás, no puede vivirse en solitario, cada cual a su bola, como podemos pretender en nuestros días. O se vive en comunidad, o no hay presencia del Resucitado; o se expresa en la fraternidad de una mesa como la de la Eucaristía, o cada cual se encierra en sus prácticas religiosas que no aportan alegría pascual, la que sana, la que hace plantearse la propia vida y adherirse al grupo de los salvados.

Y nosotros, en estos tiempos que nos ha tocado vivir, nos empeñamos en seguir las normas de estos tiempos: nos refugiamos defensivamente en la intimidad propia, prescindiendo de los demás, buscando el propio beneficio, tratando de no molestar a nadie..., sin darnos cuenta de que el gesto de Dios en su Hijo es reunirnos en torno a la misma mesa.

La mesa de la Eucaristía no es para que quien quiera se alimente cuando necesite ser fortalecido para poder disfrutar de todo lo que posee, sino la mesa donde se plantean las necesidades de los comensales y de los del entorno; la mesa en la que el Resucitado se hace presente y lanza a los convocados, rotas las paredes y los complejos que atenazan, a hacer realidad el perdón y la paz; la mesa donde se fragua la nueva humanidad, la del hombre guiado por el Espíritu que confía plenamente en Dios, y no en el poder de la ciencia, la sabiduría, la cultura, la política, el dinero, la comodidad, el placer...

Si queremos, pues, contagiarnos de la alegría pascual no tenemos más remedio que volver nuestra mirada a Dios, convertirnos, dejarnos ganar por ese Jesús en quien Dios nos lo dice todo, y vivirlo juntos en la mesa en que se hace presente, la mesa de la Eucaristía, que compromete toda la vida a vivir como salvados que ganan adeptos a los que les hace vivir la alegría pascual.

No podemos, pues, procurarnos la salvación individual. Dios nos exige compartirla en la mesa cuyo centro ocupa el Glorificado, y del que brota el Espíritu del Perdón y de la Paz.



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