sábado, 24 de noviembre de 2007

DOMINGO XXXIV. DEL TIEMPO ORDINARIO /C


SOLEMNIDAD DE «CRISTO REY»

2Sm 5, 1-3
Sal 121
Col 1, 12-20
Lc 23, 35-43

HOMILÍA

Hermanos: en este último domingo del año litúrgico se nos brinda la figura de Cristo Rey. Si ya nos resulta un tanto difícil confesar a Jesús de Nazaret como Mesías, más nos cuesta en nuestros días confesarlo y proclamarlo como Rey. Este término está cargado, en muchísimos casos, de connotaciones nada positivas; más bien negativas.

Y la Liturgia se empeña en proclamar a Cristo Rey. ¿Será porque no se da cuenta, o no quiere que la entendamos, o es expresión de la casta clerical pero no la del pueblo llano y fiel? Muchos lo pensarán así. Pero hagamos un esfuerzo por adentrarnos en su mensaje.

Jesús vivió como un hombre entregado a Dios. En su vida lo primordial fue la voluntad de Dios, a quien trataba con la confianza de llamarlo Padre y enseñar que, al dirigirnos a Dios, lo hagamos con este término... Se ganó la condena de las autoridades religiosas; y tal vez no se ganó con ello ningún adepto entre el pueblo fiel, temeroso de las autoridades.

Jesús se acercó a los pecadores, a las mujeres, a los enfermos, a los leprosos, a los marginados de la Sinagoga y del Templo por su condición de impureza cultual, y no guardaba —parece— la observancia del sábado. Y se granjeó la condena de las autoridades religiosas. Y tal vez no hizo ningún adepto entre el pueblo, fiel, pero temeroso de ser rechazado del culto.

Nosotros mismos decimos que si Jesús viniera hoy arremetería en primer lugar contra los mismos curas, el Vaticano, los títulos nobiliarios en la Iglesia, sus riquezas, etc., etc.

¡Cómo han cambiado las cosas! En tiempos de Jesús el pueblo llano no podía hablar, y el pobre, el enfermo, el pecador, no podían disfrutar junto a los demás de las alegrías del culto: añoraban al Mesías. Jesús los sacaba de su miseria y los llenaba de esperanza, provocando en ellos la fe. Con ello manifestaba que era Dios, el Padre de todos, el único que podía salvar.

Pero hoy hablamos todos, y de cualquier cos; no necesitamos defensores ni valedores, y menos que alguien provoque nuestra fe, pues es una moneda devaluada. ¿No es así?

¡Qué bien lo refleja el evangelista Lucas en el pasaje del evangelio que hemos leído! Tal vez por eso nos empeñamos en rechazar el culto, la Iglesia, las autoridades, las normas, etc., etc. Ante la cruz de Jesús, las autoridades religiosas y políticas se ríen de él; uno de los malhechores se encara a él. Sólo quien es capaz de reconocer su miseria, su culpabilidad, es capaz de suplicarle con fe: acuérdate de mí... ¿Es éste nuestro caso?

Y, en este momento, el más paradójico de la vida de Jesús, el momento en que es palpable el abandono que sufre por parte de aquél en quien había confiado (el Padre), el momento mismo del último suspiro de vida, él habla de vida en el paraíso. Hace falta fe para aceptar su palabra. La provoca en un malhechor, como la había provocado en no pocos enfermos y pecadores que buscaban salvarse...

¿Podría provocarla en mí, en ti, en nosotros? Yo le pido que pueda abrirme a ese don de la fe, y que me haga fiel seguidor suyo, que sepa servirle en los más necesitados confiando plenamente en Dios a quien puedo llamarle Padre.

 

sábado, 20 de octubre de 2007

29º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO /C —DOMUND—


Éxodo 17,8-13
Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
Tim 3, 14_4,2
Lc 18, 1-8

HOMILÍA

«Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Hermanos: ésta es la pregunta que Jesús nos deja plantada en el evangelio de hoy. Y podemos decir que lo hace con premura. A vosotros ¿qué os parece: que encontrará esta fe en la tierra? ¿A qué se refiere cuando dice ésta?

La anciana viuda que aparece en el evangelio es figura de los pobres de aquel tiempo. Una y otra vez acude al juez a que le haga justicia. Y Jesús nos la presenta como ejemplo de cómo ha de ser nuestra oración.

Hace falta fe para orar con insistencia. Y el que tiene fe orará sin tregua. ¿Os parece a vosotros que hoy oramos así? La oración que hacemos ¿es la de un creyente? ¿En qué momento y qué tipo de oración es la nuestra? ¿Qué indica el tipo de oración que hacemos?

La primera lectura nos ha presentado la oración de Moisés. El pueblo de Dios se encuentra en apuros, a merced de Amalec, el gran enemigo del desierto. A Josué le corresponde guiar las tropas en su contra. Pero los otros jefes no estarán de brazos cruzados contemplando cómo lucha. Apoyarán tal acción con su oración. Es lo que le corresponde a Moisés; pero sus acompañantes no le dejarán solo: Aarón y Jur sostendrán la oración de Moisés con sus ayudas. ¡Un cuadro ejemplar!

La oración, cuando se realiza en común, cuando la hacemos juntos, está indicando que la situación dificultosa corresponde a todos: nadie puede levantarse de hombros; y siente cerca a Dios. Tal vez hoy estemos demasiado diseminados, seamos menos creyentes y no nos dé por orar.

La Iglesia celebra hoy el día del «DOMUND» con el lema Dichosos los que creen. Pero ¿dónde buscamos hoy la dicha? ¿En qué creemos hoy? Tratamos de engañarnos y no encontramos felicidad en nuestro interior. Nuestra débil fe no produce misioneros, ni provoca la escucha de los que sufren, para compartir con ellos nuestras riquezas, expresar en ellos nuestra gratitud y nuestra generosidad...

«Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Hermanos: cada vez deberíamos ser más conscientes de que ser seguidor de Jesús no es cosa de todos o de nadie, sino de quienes lo deseen. Y que quienes deseamos ser seguidores de Jesús no podemos estar cruzados de brazos, mirando, o quejándonos de que somos pocos. Nos corresponde tratar de responder con la mayor generosidad posible al gran regalo recibido, la fe, alimentándola con la oración y con la formación, como Pablo se lo indicaba a Timoteo. He ahí la importancia de la Catequesis de Adultos y de la oración comunitaria. Asumamos el reto.

 

sábado, 22 de septiembre de 2007

25º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Am 8, 4-7
1Tm 2, 1-8
Lc 16, 1-10

 

HOMILÍA

Hermanos: la liturgia dominical es el entorno en el que manifestamos la iniciativa de Dios. Los que creemos en Cristo Jesús confesamos que Dios es el autor de la vida, el que la alimenta y la conduce mediante su Espíritu, y quien nos brinda un Camino y una Palabra en su Hijo. Y la Liturgia es el ámbito en el que recordamos, celebramos y renovamos esa iniciativa de Dios y la confesamos salvadora.

Un día a la semana hacemos un alto en nuestras tareas y trabajos para ponernos a la escucha de Dios y al servicio desinteresado y generoso a nuestros hermanos, sobre todo los menos afortunados.

Pero estamos viendo que estas hermosas y humanas pretensiones se ven hoy día desmotivadas, se van enfriando y desfigurando, y nos vamos haciendo cada vez más esclavos de las necesidades que nosotros mismos nos hemos ido creando en aras de una sociedad de bienestar y bajo la batuta de la calidad de vida.

Sumidos en ese ambiente, nos da grima presentarnos a ese Dios que nos ama, porque en su amor se nos antoja exigente y en conflicto con nuestros intereses primarios. ¿Lo queremos confesar? Será la única manera de poder salir de nuestras esclavitudes a la luz del servicio mutuo, del perdón, del amor y de la libertad de los hijos de Dios.

Fijémonos en lo proclamado en la Liturgia de la Palabra de hoy: Dios es el único Señor a quien todo pertenece. Los bienes que disfrutamos no los podemos acaparar en detrimento de los más débiles. La acumulación por parte de unos trae la penuria de otros y el vicio y la podredumbre a quienes han acumulado.

En la Liturgia dominical podemos descubrir y confesar que el único Señor es Dios; que el dinero y las riquezas no deben esclavizarnos, y menos enfrentarnos y llegar a matarnos unos a otros...

Pero ¿verdad que en nuestros días no podemos prestar oído a estas palabras, ni siquiera cuando las oímos en la Liturgia?

Nosotros, acostumbrados a encender una vela a Dios y otra el Diablo no acabamos de posicionarnos de parte de Dios, pues sabemos que ello tendrá repercusión en nuestros bienes, en nuestros criterios de vida, en nuestro comportamiento...

Por eso necesitamos de la oración litúrgica de la que se habla en la segunda lectura que se ha proclamado. Lo primordial es la oración, que es confesar que la iniciativa pertenece a Dios; oración que se hace, en primer lugar, por las autoridades y por todos los hombres, pues Dios quiere la salvación de todos.

El Evangelio viene a sacarnos de nuestras situaciones de pecado, al alabar Jesús la astucia del administrador. Ello nos induce a no ser dejados y abandonados en nuestra relación con Dios; a no encender una vela a Dios y otra al Diablo; porque no podemos ser servidores al mismo tiempo de dos amos.

Pero todo lo que nos propone la Liturgia de hoy va tan a contracorriente, que nos exige mucha oración, escuchar una y otra vez esta palabra y sentirnos guiados, no a impulsos de las necesidades que os creamos, sino por el Espíritu de Dios que nos ama a todos y quiere que todos se salven.

¿Podemos en este proyecto de Dios aportar cada cual, libremente, nuestro grano de arena? Quienes asumen la palabra lo tienen claro: ¡merece la pena!

 

sábado, 30 de junio de 2007

DOMINGO XIII /C DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA

1Re 19, 16b. 19-21
Sal 15
Gal 4, 31b_5, 1. 13-18
Lc 9, 51-62

Hermanos: la liturgia de hoy quiere situarnos ante la vocación, su finalidad, sus consecuencias y la riqueza que supone colocar a Dios en el centro de las opciones de vida. ¿Podríamos aceptar la invitación, aunque nos parezca un tema de demasiado calado y hondura para estas fechas en que ya estamos de vacaciones o en medio de las fiestas patronales? Hagamos un esfuerzo.

Tal vez tengamos que convencernos primero de que es distinto ponerse al servicio de Dios, que pretender poner a Dios al servicio de uno mismo o de sus caprichos. Y deberíamos preguntarnos si estamos contentos con nuestra fe, si es ella la que orienta y rige nuestra vida diaria, o si, por el contrario, es nuestra fe un manto de quita y pon que nos lo echamos por encima cuando creemos que nos conviene.

La primera lectura nos ha presentado la radicalidad con la que responde Eliseo ante la invitación del profeta Elías, el hombre de Dios: se despide de su casa, y, de aquello que pueden constituir sus bienes y su poder, hace fuego con los aperos, en él asa la carne de los bueyes que se lo da en festín a sus criados, y, con las manos vacías, va en pos del hombre del Dios.

¿Qué nos indica esto? Que se puede confiar plenamente en Dios y abandonar por él aquellos bienes en los que uno ha confiado: la familia, el trabajo, la riqueza, el poder... ¡Claro que para ello hace falta valor! Pero Dios no abandona al que lo coloca en el centro de su vida y de sus decisiones; al que se le entrega por completo y de por vida; al que confía plenamente en él.

No sucede lo mismo con el que quiere nadar a dos aguas: quedarse con esto y también con lo otro: un poco de todo, por si acaso. Lo hemos visto en las recomendaciones de san Pablo a los cristianos de Galacia: si Dios, en Cristo  Jesús, nos ha liberado de la esclavitud de la Ley, no ha sido para hacer lo que nos da la gana, para entregarnos a nuestras pasiones, sino para convertirnos en servidores unos de otros; para amarnos como a nosotros mismos.

Sin una experiencia de Dios, sin un encuentro con él es difícil, si no imposible, que nos entreguemos radicalmente a él; podemos nadar a dos aguas, pero, en tal caso, nuestra fe no podrá aportarnos nada novedoso en nuestra vida.

Y es difícil hacer experiencia de Dios si nadie nos echa el manto, como Elías sobre Eliseo; si nadie nos llama, como Jesús a sus discípulos...

Y aunque nos llame y le sigamos, no será fácil colocarlo en el centro de la propia existencia, como lo hemos visto en los discípulos Santiago y Juan, a quienes Jesús regaña, porque no han entendido su misión como oferta salvadora de libre adopción: no han de acogerla por presión, o mandato, o bajo amenazas de fuego.

Jesús se nos muestra exigente consigo mismo, pero suave, indulgente y condescendiente con los demás. Ésta es la novedad en la que nos introduce Jesús que ha optado radicalmente por subir a Jerusalén. Nada ni nadie le apartará ya del camino, ni aunque le nieguen ayudas o no lo acojan.

Podríamos pedir unos por otros para hacer experiencia de Dios, para que podamos llegar a una entrega radical que se manifieste en la construcción de la familia, en el trabajo, en la participación ciudadana y en la entrega a la Comunidad.

Yo me atrevo a pediros que hoy roguéis por mí, para que mi entrega radical me lleve a ser exigente conmigo mismo y dulce y acogedor con los demás, con todos vosotros.

 

 

sábado, 23 de junio de 2007

LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA (24/06)

   

HOMILÍA

 

 

Hermanos: la Liturgia nos coloca una junto a la otra las figuras de Juan el Bautista, el precursor del Mesías, y la de Jesús de Nazaret. Las familias de ambos tienen además una semejanza destacable. Pero también se dejan entrever diferencias que a continuación subrayamos.

 

En la concepción y nacimiento del Bautista, el protagonismo lo ocupa su padre, Zacarías; en la concepción y nacimiento de Jesús es su madre, María, la que acapara el protagonismo. El padre de Juan, Zacarías, aunque es sacerdote dedicado al culto de Dios, vive una fe cargada de dudas ante él. Por el contrario, María vive una situación de entrega incondicional y gratificante a Dios, que le valdrá la alabanza de su pariente Isabel: bendita tú que has creído.

 

     Vamos a tener todo esto en cuenta a la hora de hacer la reflexión-oración de hoy. Acerquémonos a la figura de Zacarías: es sacerdote y le corresponde realizar la ofrenda; pero el ejercicio de su ministerio no está exento de dudas. ¿No os parece que bien puede ser la imagen de lo que somos nosotros? ¿No es verdad que también nosotros, aunque nos consideramos creyentes y practicantes, vivimos nuestra fe en un mar de dudas y hasta, en más de una ocasión, de vergüenzas por lo mismo? El silencio, el mutismo, de Zacarías constituye un signo. Pero el nuestro ¿a qué se debe? Nosotros no sabemos transmitir en nuestro entorno una experiencia de Dios; y no lo hacemos. En nuestras familias hace ya tiempo que se nota la ausencia de esta transmisión: nuestros hijos no pueden conocer a Dios, tener experiencia de él gracias a sus padres/madres. Es como si a Dios lo tuviéramos secuestrado en el silencio de nuestro mutismo.

 

     Sin embargo, a pesar de todo, hermanos, el Hijo de Zacarías y de   Isabel, Juan el Bautista asumió la tarea de preparar los caminos del Señor­. Al nacer él se soltó la traba de la lengua de su padre, Zacarías, que empezó a alabar y bendecir a Dios (¿nos dice algo esto?).

 

     Dando un paso más, fijémonos en la actuación del Bautista: preparaba el camino al Señor con voz ruda, discurso apocalíptico y amenazas, proclamando un Bautismo de conversión. No será ésa la actuación del Mesías: invitará a la conversión, pero desde la imagen de un Dios Padre, que nos ama, y, en su misericordia, nos perdona y nos ofrece la salvación de modo gratuito: la dulzura es lo que preside este anuncio, podríamos decir. ¿Será que el maestro que tuvo Juan era su padre, con dudas de fe, y la maestra de Jesús fue su madre, con una vida enteramente entregada a él?

 

     Tal vez se podría decir esto otro: que es preciso arar en profundidad una tierra apelmazada, y abonarla con largueza, si queremos que dé fruto la semilla que sembramos en ella. Esa acción puede molestar y hasta doler, exigir un tiempo y paciencia, tal vez. Ésa era la labor del Bautista. ¿Fructificaría en ella la tarea del Mesías? A ver si la asumimos en este día en que celebramos su nacimiento.

 

     Aceptemos la labor de arado que debe ejercer en nuestra vida la Palabra de Dios. Acudamos a su lectura y a la oración para tratar de preparar esa tierra que quiere dar frutos de fe. Promovamos la Catequesis y la celebración de los sacramentos para abonar la tierra....

 

     No lo pongamos en duda ni por un instante: semejante experiencia de Dios soltará la traba de nuestra lengua, alabaremos a Dios y nos convertiremos en Profetas de nuestro tiempo. No nos faltarán defectos; pero como Maria, estaremos entregados a Dios como hu­mildes servidores.

 

 

viernes, 15 de junio de 2007

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO /C


HOMILÍA

Hermanos: tal vez nos sintamos cada vez más incómodos en la celebración litúrgica, porque cada vez hacemos una vida más alejada de los valores del Evangelio, cada vez es más esporádico nuestro trato con Dios y cada vez nos sumergimos más en una sociedad competitiva en la que lo importante es quedar por encima del otro, no importa a qué precio. Incluso habría que decir que no es tan importante quedar por delante o por encima del contrincante, cuanto dejarle humillado.

Claro que no todas las personas de la sociedad en que vivimos funcionamos así. ¡Y menos mal! Pero es ése el ambiente en que nos desenvolvemos. Y en ese ambiente no nos atrevemos a manifestar otros valores, con los que nos sentimos más identificados, por temor a que se nos rían, nos desprecien, nos marginen… Y estamos tan hechos a esta sociedad y cultura que no podemos manifestarnos contra ella, al menos abiertamente, y en un campo (el religioso, el de nuestras relaciones con Dios) que nos resulta demasiado exigente y nos consideramos como muy lejos de poder dar la talla.

Los que acudimos a misa, a escuchar la Palabra de Dios, a compartir el pan de la misma mesa, sentimos en más de una ocasión la vergüenza y el peso de nuestro pecado, de nuestra acomodación al mundo, y nos sentimos incómodos cuando se nos pide que sepamos reconocer nuestro error, nuestros fallos, nuestro pecado… Buscamos excusas, culpables o cómo esconder nuestra culpa. Porque no nos sentimos acogidos, queridos, perdonados, sino sometidos a vejación y burla, a la aniquilación.

Sabemos sin embargo que nuestro pecado no lo pueden cubrir y ocultar una mentira tras otra, y que cada vez nos sentimos más incómodos. Esperamos encontrarnos con unos brazos acogedores, una palabra consoladora, una mano tendida que pueda rescatarnos del pozo en el que nos ha sumido nuestra culpa, nuestro pecado.

Y la Ley nos condena: el que la hace, la paga, nos dice; es implacable; nos exige una restitución que ¡cuántas veces! se nos antoja inalcanzable, o nos resulta imposible…, mientras quienes no han sido cazados se ríen de nosotros, del pecador.

Hace falta una fuerte experiencia de Dios, del amor y acogida de ese Padre misericordioso, para saber reconocer ante él el pecado, como la única manera de liberarnos de él, de vernos salvados.

La Liturgia de hoy nos invita a buscar esa liberación, y no en la Ley, sino más allá; no en el poder o la astucia o el dinero, sino en la humildad. Y nos parece tan costoso… ¿Nos puede servir la figura de David que nos ha brindado la primera lectura? Si a un insignificante como yo le cuesta reconocerse pecador, ¡cuánto más a un rey! Pero él se humilla, reconoce: y se ve liberado de su culpa.

Y la mujer pecadora del evangelio da muestras de su humildad, de su dolor, de su arrepentimiento…, porque se siente amada.

¿Podríamos sentir ese amor de Dios? ¿Podríamos sentirnos acogidos por la comunidad, por este entorno que hace presente a ese Dios Padre misericordioso?

Es, pues, una llamada, no sólo a cada uno para saber reconocerse pecador y estar dispuesto a ser acogido y perdonado, sino que constituye también una llamada a todos nosotros como comunidad, para que sepamos construir esos lazos de hermandad donde se haga visible el amor de Dios y estimule la conversión y la salvación.

 

sábado, 9 de junio de 2007

«CORPUS CHRISTI»: Sacratísimos Cuerpo y Sangre de Cristo

 

HOMILÍA

Hermanos: nos disponemos a celebrar este hermoso día del Corpus, en el cual nos acercamos al misterio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Y es justo preguntarnos: ¿Cómo lo hacemos? Es cuestión de proyectar una mirada retrospectiva: ¿qué fue de aquellas manifestaciones de religiosidad de antaño, cuando nuestras calles se llenaban de flores y cánticos y nuestros balcones se engalanaban para homenajear a la sagrada Eucaristía? Y no es cuestión de culpar a los curas o a la Iglesia, sino de sincerarnos ante Dios: lo más visible, lo que salta a la vista, y, sobre todo, al oído, es la vulgaridad y la blasfemia en que hemos caído. El santo nombre de la Eucaristía es pateado por doquier. La blasfemia contra Dios está en la boca hasta de niños y niñas... Sería tremendo si sólo hubiera esto.

Parece que las tradiciones que hemos recibido de nuestros padres, las devociones, las prácticas religiosas y el respeto nos humillan y esclavizan, y que hay que liberarse de todo ello, porque en nuestros días no tienen sentido alguno: no necesitamos tutelas divinas, el hombre es autónomo y libre... y pateamos y despreciamos el tesoro de tradición recibido de nuestros mayores.

Preguntémonos si esa actitud nos hace más libres, más humanos y hermanos y más respetuosos los unos para con los otros. Y salta a la vista que no. ¿Por qué nos empeñamos, entonces, en despreciar el tesoro recibido de nuestros padres? Tal vez porque no sabemos cómo usarlo: nos lo han transmitido sin "libro de instrucciones" —diríamos; porque no lo hemos acabado de asumir como propio; porque, como cultural y/o ambiental, aparece como marginado y marginal cuando se ha marginado la cultura que nos lo ha brindado. Y nos hemos quedado desnudos desde el punto de vista religioso.

Otros, por el contrario, no. Esos otros se aferran a la devoción a la Eucaristía. Y no creo que sea mejor esto que lo anterior. Porque esta actuación no nos lleva a la unión de hermanos, sino al "¡sálvese quien pueda!" Y no es lo que querría ese Jesús que se hace pan, alimento, de sus discípulos que se sientan a la misma mesa y reciben la encomienda de perpetuar el signo: darse a comer, que es lo que nos enseña la Liturgia de hoy y lo expresamos a través de la acción de Cáritas.

Hermanos: Dios nos quiere a sus hijos e hijas en torno a la misma mesa: asumiendo la responsabilidad unos de otros, sobre todo de los más necesitados, y que sepamos vivir disfrutando de compartir los bienes que poseemos.

Para ello, hermanos, deberíamos esforzarnos no tanto en pedirle a Dios en la Eucaristía fuerzas para hacerlo, cuanto en escucharle y responderle en la actuación diaria.

Las lecturas de la Liturgia de hoy nos brindan una buena oportunidad: la ofrenda del pan y vino no es algo inventado por Jesús; él, anterior a todos los tiempos, lo acepta de la tradición. Es algo que nos ha brindado también el apóstol al decirnos que Jesús, la víspera de la pasión, estando a la mesa con sus discípulos...

Pero, ¿qué pasa? Lo vemos en el evangelio, cuando Jesús les dice a sus discípulos: «dadles vosotros de comer». Los discípulos no saben qué hacer; quieren desprenderse del marrón que les ha caído encima, y le presentan a Jesús su imposibilidad. Y gracias que se ponen a las órdenes de Jesús. Es lo que deberíamos aprender nosotros: ponernos a las órdenes de Jesús. Porque entonces, aunque nos parezca escaso lo que tenemos, y tratar de conservar cada cual lo suyo, confiando en él tendríamos la seguridad de que llaga para todos, y nos esforzaríamos en compartirlo.

Es lo que nos enseña la Eucaristía, lo que Cáritas se esfuerza en hacer realidad; es lo que pretendemos los que nos sentamos a la mesa de Jesús, la de la Eucaristía. Tengámoslo en cuenta por encima de las devociones y privatizaciones, y, sobre todo, por encima de patear las tradiciones recibidas de nuestros mayores; porque una mesa compartida nos hace hermanos, respetuosos, solidarios y libres.