viernes, 15 de junio de 2007

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO /C


HOMILÍA

Hermanos: tal vez nos sintamos cada vez más incómodos en la celebración litúrgica, porque cada vez hacemos una vida más alejada de los valores del Evangelio, cada vez es más esporádico nuestro trato con Dios y cada vez nos sumergimos más en una sociedad competitiva en la que lo importante es quedar por encima del otro, no importa a qué precio. Incluso habría que decir que no es tan importante quedar por delante o por encima del contrincante, cuanto dejarle humillado.

Claro que no todas las personas de la sociedad en que vivimos funcionamos así. ¡Y menos mal! Pero es ése el ambiente en que nos desenvolvemos. Y en ese ambiente no nos atrevemos a manifestar otros valores, con los que nos sentimos más identificados, por temor a que se nos rían, nos desprecien, nos marginen… Y estamos tan hechos a esta sociedad y cultura que no podemos manifestarnos contra ella, al menos abiertamente, y en un campo (el religioso, el de nuestras relaciones con Dios) que nos resulta demasiado exigente y nos consideramos como muy lejos de poder dar la talla.

Los que acudimos a misa, a escuchar la Palabra de Dios, a compartir el pan de la misma mesa, sentimos en más de una ocasión la vergüenza y el peso de nuestro pecado, de nuestra acomodación al mundo, y nos sentimos incómodos cuando se nos pide que sepamos reconocer nuestro error, nuestros fallos, nuestro pecado… Buscamos excusas, culpables o cómo esconder nuestra culpa. Porque no nos sentimos acogidos, queridos, perdonados, sino sometidos a vejación y burla, a la aniquilación.

Sabemos sin embargo que nuestro pecado no lo pueden cubrir y ocultar una mentira tras otra, y que cada vez nos sentimos más incómodos. Esperamos encontrarnos con unos brazos acogedores, una palabra consoladora, una mano tendida que pueda rescatarnos del pozo en el que nos ha sumido nuestra culpa, nuestro pecado.

Y la Ley nos condena: el que la hace, la paga, nos dice; es implacable; nos exige una restitución que ¡cuántas veces! se nos antoja inalcanzable, o nos resulta imposible…, mientras quienes no han sido cazados se ríen de nosotros, del pecador.

Hace falta una fuerte experiencia de Dios, del amor y acogida de ese Padre misericordioso, para saber reconocer ante él el pecado, como la única manera de liberarnos de él, de vernos salvados.

La Liturgia de hoy nos invita a buscar esa liberación, y no en la Ley, sino más allá; no en el poder o la astucia o el dinero, sino en la humildad. Y nos parece tan costoso… ¿Nos puede servir la figura de David que nos ha brindado la primera lectura? Si a un insignificante como yo le cuesta reconocerse pecador, ¡cuánto más a un rey! Pero él se humilla, reconoce: y se ve liberado de su culpa.

Y la mujer pecadora del evangelio da muestras de su humildad, de su dolor, de su arrepentimiento…, porque se siente amada.

¿Podríamos sentir ese amor de Dios? ¿Podríamos sentirnos acogidos por la comunidad, por este entorno que hace presente a ese Dios Padre misericordioso?

Es, pues, una llamada, no sólo a cada uno para saber reconocerse pecador y estar dispuesto a ser acogido y perdonado, sino que constituye también una llamada a todos nosotros como comunidad, para que sepamos construir esos lazos de hermandad donde se haga visible el amor de Dios y estimule la conversión y la salvación.

 

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