Prv 8, 22-31
Ro 5, 1-5
Jn 16, 12-15
Hermanos: litúrgicamente hablando, estamos en el tiempo que nos corresponde a nosotros: el Hijo de Dios glorificado en la Cruz ha exhalado su Espíritu sobre nosotros y nos ha enviado a ser sus testigos por todo el mundo.
Ya no tenemos excusas. Sin el Espíritu, había cosas que no podíamos comprender ni asumir; pero con él, y dejándonos guiar por él, podemos asumir la tarea que Jesús nos ha encomendado, que no es otra que la de ser sus testigos por todas partes, hasta el confín del mundo y de los tiempos.
Recordemos lo que Jesús nos ha dicho en el evangelio de hoy: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa».
¿No creéis que el Espíritu de Jesús debería hacernos adultos en la fe? Eso significa pasar de ser meros pedigüeños a ser servidores del reino, testigos del Resucitado. Quiero decir: Jesús confía en sus discípulos, y les encomienda, de la mano del Espíritu, la misión de ser sus testigos. En ellos podemos descubrir, al aceptar nuestra fe, que Jesús confía en nosotros y nos confía al Espíritu. En este Espíritu podemos caminar hacia la verdad completa. Esto es: nuestra fe no solamente nos hace dirigirnos a Dios con la confianza de hijos, sino que nos hace ponernos a su disposición, en todo momento.
Pablo, en la carta a los romanos, nos ha dicho que la fe nos ha puesto en camino de la salvación, porque mediante ella estamos reconciliados con Dios y justificados. No es, pues, que Dios esté esperando nuestras buenas obras para premiarnos por ellas, sino que, al aceptar la fe en su Hijo Jesús, Dios nos encomienda la tarea que ha iniciado en él. Jesús de Nazaret no desarrolló su tarea en solitario, sino que se rodeó de discípulos en quienes supo confiar a pesar de sus debilidades, hasta confiarles plenamente su tarea; los asoció a ella. En esa tarea, Jesús espera de cada uno/a de nosotros/as nuestra propia aportación.
Y podemos hacerlo si reconocemos que «por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta situación de gracia que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos, esperando participar de la gloria de Dios», como nos lo ha dicho Pablo.
Pablo está tan convencido de ello que no le echa para atrás la tribulación, el sufrimiento, que es inherente a la persona y su debilidad; sino que, por el contrario, la tribulación la entiende como fuente de paciencia.
En este Domingo de la Santísima Trinidad, hermanos, la Iglesia se asoma a la vida y oración de los/as contemplativos/as. Tal vez nosotros no entendamos su labor y no apreciemos su importancia en la vida de la Iglesia. Pero, de la mano del Espíritu, sí que podremos descubrir en la vida de los/as contemplativos/as una vida comunitaria (reflejo de la comunidad trinitaria de Dios), dedicada a la oración y el servicio humilde al mundo. ¿No representa esto el resumen de nuestra vida de seguidores de Jesús? Estamos llamados a formar en torno a él la gran familia de los hijos/as de Dios, que esparzan por el mundo «esa gracia en la que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos«. Ellos/as lo hacen desde el encierro silencioso en los conventos de clausura y nos ofrecen en ellos el remanso para la oración y el encuentro con uno mismo y con Dios.
¿Será que aún no hemos descubierto esa gracia y vivimos acomplejados porque la fe nos supone una carga pesada que no la resiste nuestra vida? Si es así, aún no le hemos dejado entrar al Espíritu. Acudamos a él, para que derrame en nosotros la sabiduría que nos hará vivir en nuestro tiempo el gozo de ser hijos/as de Dios, colaboradores suyos en la construcción de un reino fraterno, reconciliado, respetuoso y en paz.
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