sábado, 24 de marzo de 2007

V. DOMINGO DE CUARESMA /C


HOMILÍA

Hermanos: «No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo veis?»

¿Verdad que no? ¿Verdad que no lo notamos, porque nos empecinamos en devolver el mal recibido o en hacer pagar las deudas del pasado?

Estamos convencidos de que una cosa es perdonar —y hay que saber perdonar—, y otra bien distinta es olvidar; y no hay que olvidar, si no se quiere caer en los mismos errores cometidos en otro tiempo.

Pero no es ese olvido el que nos pide la Escritura, hermanos. Haciendo alusión a la esclavitud sufrida en Egipto, Dios pide a su Pueblo que no añore "los ajos y cebollas y la carne que han quedado atrás": hay que olvidar aquella situación.

Entre nosotros, si queremos construir una sociedad reconciliada, ¿verdad que tenemos mucho que olvidar? ¡Qué duda cabe que tenemos que perdonarnos, y mutuamente!, porque nos hemos infligido mutuo daño. Pero ¿verdad que aparecen situaciones de venganza y deseos de devolver incluso lo no sufrido?

«Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Estoy convencido de que nos va a costar notarlo si no nos sumamos al carro de Pablo, quien, una vez encontrado a Cristo, considera basura, estiércol, lo que antes consideraba ganancia: como era el cumplimiento de la Ley, la observancia de las normas y la tradición. Cristo le da otra perspectiva de vida; en ella se condena el mal, se combate la injusticia, el dolor, la miseria, el daño..., pero se trata de salvar al malhechor, al injusto, al miserable, al damnificador... ¿Verdad que nos puede parecer paradójico?

Llevados por el rechazo y condena del mal y del pecado que vemos en nuestra propia vida, podemos llegar a la acusación pública del débil: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio...», tratando de ocultar nuestra miseria en la condena del inocente o débil (a Jesús le ponen entre las cuerdas, pues, o infringe la Ley o su misericordia es de pacotilla...).

¿No podríamos superar este juego diabólico? «Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? » Escuchemos la voz del profeta; montemos en el carro del apóstol; oigamos como en un estruendoroso eco aquellas palabras de Jesús: «Quien de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra», y reconozcamos la novedad que Dios quiere operar en nosotros.

Para ello es preciso creer, fiarse de las palabras del Evangelio, depositar la confianza plena en ese Jesús que es la novedad, que nos conduce por las sendas del perdón, del olvido, de la acogida, del respeto, de la ayuda, del reconocimiento mutuo en última instancia.

La fe, la confianza en Dios, el considerar basura o estiércol todo lo que no sea Cristo desde que se le ha encontrado y abrazado, nos lleva a la auténtica novedad que no tiene en cuenta el pasado, lo que se ha podido sufrir en él...; hace superar las venganzas y las hostilidades y esperar el nuevo amanecer.

Pero escondemos tantos recovecos en los pliegues de nuestro corazón... Escondemos tantas zonas oscuras que tememos se descubran, que tratamos de que los demás se fijen en una mujer sorprendida en flagrante adulterio.

Sabemos muy bien que la condena de otros, por muy culpables que sean, no nos justifica, y carga una injusticia más sobre nuestras espaldas. Prestemos, pues, atención a la Escritura, que es el alimento para nuestra vida cotidiana: convenzámonos de que es preferible confiar en Dios, aunque nos tilden de ingenuos o de algo peores, y, olvidando el pasado, mirar esperanzadamente al futuro. Ello nos llevará a no guardar rencor, a estar dispuestos tanto a perdonar como a pedir perdón, y a prepararnos para vivir en una sociedad reconciliada, donde no se le recuerden a uno los pecados de su infancia ni los cometidos por sus padres, sino que sabiéndose deudores unos de otros, se respeten, acojan y ayuden mutuamente.

Puede parecer una ingenuidad. Pero el Evangelio nos invita a apostar por ella. Allí empezaron a escabullirse empezando por los más ancianos. En nuestros tiempos puede que tengamos hecha tal costra que empezamos a lanzar las piedras. Pero Jesús apostó porque no fuera así y manifestó la novedad que propone Dios, y que la haremos realidad si sabemos acogerla.

¿Preferimos encerrarnos en nuestras viejas luchas o recientes odios y venganzas, o confiaremos en que la escucha de la Palabra y el acercamiento a Jesús nos puede renovar? La invitación de Dios está sobre la mesa. Somos nosotros los que tenemos que aceptarla.

Es preciso abrir los ojos y todos los sentidos para ir percibiendo lo que está brotando casi imperceptiblemente; pero todos ansiamos una sociedad reconciliada que mire a la novedad de que el pasado no nos atenace. La fe puede darnos aliento. No a rechacemos.

 

sábado, 17 de marzo de 2007

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA /C

 

HOMILÍA
 

Hermanos: en el marco de nuestras «Misiones Diocesanas» y con el lema «CON LOS POBRES CONTRA LA POBREZA. POBREEN ONDOAN POBREZIAREN AURKA» celebramos la Liturgia de hoy, cuando otras diócesis conmemoran el «Día del Seminario». ¿Nos damos cuenta? ¿Qué nos dicen hoy nuestras Misiones Diocesanas o el Seminario? Bien poco. O apenas nada. Y ¿podemos ser seguidores de Jesús sin curas o sin compartir nuestra fe, sin testimoniarla? Si pensamos que sí, es que no hemos optado aún  por ella. Sigue siendo algo que se nos ha impuesto, pero no lo hemos asumido... A ver si las lecturas proclamadas nos ayudan a dar un paso más en nuestro proceso de conversión cuaresmal.

Los israelitas, con Josué al frente, están a las puertas de la Tierra Prometida. El Señor Dios va a introducirlos en ella. El signo con el que lo han expresado ha sido la circuncisión y lo están celebrando: han dejado atrás la esclavitud de Egipto y las calamidades y padecimientos de los 40 años de Desierto.

En la segunda lectura hemos asistido a otra entrada, la entrada en Cristo: «si alguien vive en Cristo es ya una nueva criatura" nos ha dicho Pablo, y nos ha instado a dejarnos reconciliar, como signo de esta entrada en Cristo: «En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios —nos ha dicho—.

Lucas, en su evangelio, en una sucesión de parábolas que muestran la misericordia de Dios, y cuyo culmen es la del evangelio de hoy, nos ha presentado a ese Dios: se desvive por sus hijos, y a cambio recibe el desinterés o el desprecio de los mismos. Ese padre, que es Dios, es pura donación y misericordia, quiere que sus hijos compartan sus bienes en ambiente festivo, y les da lo mejor (el ternero cebado, el vestido de gala, el anillo...). Pero ya vemos que hace falta tener experiencia del mal, de la penuria que se sufre fuera de la casa paterna, para poder aceptar y agradecer el regalo del Padre.

El hijo mayor, el cumplidor, vive no como hijo en la casa del padre, sino como esclavo cumpliendo estrictamente las órdenes de su padre. Ese cumplimentismo le endurece el corazón, y es incapaz de perdonar y aceptar la alegría de la recuperación del hermano perdido; no entra en la fiesta, y echa en cara que sus méritos no han servido de nada.

¿No nos retrata a nosotros este hijo mayor más que un poco? Apenas tenemos conciencia de pecado, por no haber cometido grandes transgresiones y ver que otros sí las cometen, incluso públicamente. No sentimos necesidad de ese cariño del Padre que quiere que sus hijos disfruten de su fiesta.

Pero ¿no sería distinto y más hermoso si aceptáramos su fiesta, aunque para celebrarla tengamos que sacrificar el ternero cebado, esto es, perder algo de lo nuestro?

Las Misiones Diocesanas tratan de hacer presente en tierras de misión, entre gente empobrecida y explotada, tanto los bienes de la cultura y bienes terrenos, como el conocimiento de un Dios que nos hace hermanos y herederos de su reino. Si, por egoísmo, perdemos esta dimensión de compartir lo que somos y tenemos; si, pensando que tal vez no tenemos para atender nuestras necesidades, somos incapaces de compartir estos bienes, y, encima, insolentemente decimos que aquí hacen falta misioneros, es que nuestro corazón, como el del hijo mayor de la parábola, se ha endurecido tanto que ya no es capaz de acoger el abrazo del Padre.

Los seminarios vacíos nos están lanzando un grito lastimero. Nuestras celebraciones lánguidas y mortecinas nos están delatando. Nuestras exiguas colectas nos están denunciando... ¿No seremos capaces de alcanzar a ver allí, en el horizonte de nuestra fe, a ese Dios que espera la vuelta de su hijo, para abrazarlo en un mar de lágrimas?

Para entrar en la fiesta que el Padre quiere preparar para sus hijos, es preciso salir de otras situaciones: de la esclavitud de Egipto y de su paradójica comodidad; de una vida falta de Dios, que exige reconciliación, y de una avidez excesiva por las riquezas que nos hacen competir por los bienes de los otros y nos llevan a expoliarlos y a marginarlos... En última instancia, salir de una vida sin Dios a esa otra en la que se acepta su abrazo, su perdón, y nos convierte en reconciliadores y en voceros de su fiesta.

Si somos capaces e entrar en ella, como el hijo que vuelve a casa,  podremos compartir la gozosa experiencia de la misericordia y del amor del Padre. Si, por el contrario, nos cerramos a la invitación del Padre, nos reconcomerá nuestro deber cumplido, la envidia de los que disfrutan a pesar de no haberlo merecido, y arremeteremos con­tra los hermanos y los incumplidores.

Dejemos las arideces del desierto de un mundo que se afana por marginar a un Dios que molesta porque vela por los menos afortunados y echa en cara la vaciedad de un culto insincero. Entremos en la fiesta de los hijos a compartir de lo que tenemos, acogiéndonos para ello como somos, sirviéndonos mutuamente, exigiendo nada y dándolo todo. Porque todo es de Dios que quiere celebrar fiesta con sus hijos.

sábado, 10 de marzo de 2007

Domingo 3º de Cuaresma /C


Ex 3, 1-8a.13-15
1Ko 10, 1-6.10-12
Lk 13, 1-9


HOMILÍA

Hermanos: ¿qué sentimos cuando se nos lanzan consignas como «¡Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera!»? Tal vez no nos sintamos entre aquellos a quienes dirige Jesús estas palabras. Pero se han pronunciado para ti, para mí; somos nosotros los que tenemos la oportunidad de, al escucharlas, asumirlas y hacerles caso.

Fijaos en Moisés: él se acercó a aquel hecho insólito, que no puede menos de atribuírselo a su Dios, como que le estaba llamando para no volver la espalda a sus hermanos que sufren la esclavitud de Egipto. Siente como que Dios ha hecho causa común con ellos y le reclaman que se ponga al frente de una experiencia de liberación. No valen excusas; no ha de tener en cuenta los desprecios de los que será objeto; sólo vale ponerse a las órdenes; la liberación será cosa de Dios, pero no se realizará sin el concurso del hombre.

Pablo nos invita a desconfiar de superficialidades. ¡Qué importa que estemos bautizados, o hayamos recibido los sacramentos..., pues nuestra dura cerviz nos pone a meced del Maligno. Nos lo ha dicho con palabras duras: «Todos nuestros antepasados estuvieron bajo la nube... Sin embargo, la mayor parte de ellos no agradó a Dios y fueron por ello aniquilados en el desierto

Tenemos la suerte y oportunidades de acercarnos a los misterios de Dios (como Moisés), de escucharle, de sentir cuántas excusas oponemos para permanecer a cubierto, cómodamente, al margen de toda una Humanidad que clama a Dios y pide, no venganza, sino justicia, solidaridad, clemencia. Y oímos que ese Dios sufre con el dolor de su pueblo y quiere hacerse presente como salvador y liberador a través de mí, de ti, como antaño a través de Moisés... ¿Cuál será nuestra respuesta?

Si todavía seguimos pensando que Dios premia a los buenos y castiga a los malos (aquellos que a mí me parecen buenos o malos, ¡por supuesto!), vamos aviados. Escuchemos las palabras de Jesús: «Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás?» No pensemos que las desgracias naturales y las acciones de los desalmados como Pilatos son castigo de Dios. Dios no se manifiesta castigando, sino salvando.

Castigando obramos nosotros. Fijaos en el ejemplo que Jesús nos pone en la parábola de la higuera estéril. Nosotros diríamos como el amo del terreno al labrador: «¡Tálala! ¿Para qué ha de ocupar terreno en balde?» A nosotros nos puede parecer inútil la oración, nuestra relación con Dios, porque no nos protege de las desgracias, y hemos podido abandonar la práctica religiosa. Y al mismo tiempo podemos estar denunciando injusticias y catástrofes y clamando ¿cómo puede Dios permitir tales cosas?, como tomándole cuentas...

Pero, frente a nuestra intransigencia, Jesús nos habla de la paciencia de Dios, que espera que su higuera (tú, yo...) dé el fruto que de ella espera: Jesús es el labrador que cavará en su entorno, la abonará, la cuidará... Jesús hace esto por nosotros, y mucho más.

No nos empeñemos tanto en vernos salvados de la quema porque vamos bajo la nube y bebemos de la misma roca espiritual, que es Cristo. Preguntémonos, más bien, cómo podemos agradar a ese Dios que se rebela ante las injusticias que sufre su pueblo y quiere bajar a rescatarlo. Y lo hará si nos acercamos a él, si nos entregamos a él, si no nos escudamos en un sinfín de excusas, y superamos nuestras falsas imágenes de Dios, las murmuraciones y críticas que nos puedan llover.

¿Verdad que sí necesitamos, no tanto prácticas religiosas, cuanto conversión, para agradar a Dios? ¡Ojalá las prácticas religiosas, que constituyen una fuente de oportunidades inagotable, nos ayuden a convertirnos! Esto es: que con ellas no pretendamos ponerle Dios a nuestro servicio, sino ponernos nosotros a su servicio, al servicio de los hermanos que sufren... ¡cuántas veces! porque otros hermanos los explotamos o herimos, o porque nos despreocupamos de ellos, atenazados por la propia comodidad, tal vez.

Hace falta, pues, al estilo de Moisés, acercarse al misterio, a dialogar con Dios. Hace falta sentir el sufrimiento del semejante. Hace falta convertir en Buena Noticia el evangelio aprovechando las oportunidades que se nos brindan. Jesús no ahorra esfuerzos en cavar en torno a nosotros, en abonarnos con su palabra, con su pan, con su amor... Somos nosotros los que tenemos que salir de nuestros criterios mezquinos de religiosidades trasnochadas y de cumplimentismos anquilosantes. Somos nosotros los que tenemos que escuchar esa consigna, esa llamada a la conversión. No pensemos que son otros los que deberían oírla, sino pidamos la gracia de responderle con generosidad, convirtiéndonos así en brazos de ese Dios liberador, salvador, cercano al hombre, que sufre con su llanto.

sábado, 3 de marzo de 2007

Domingo II. de CUARESMA /C


HOMILÍA

Gn15, 5-12.17s
Fp 3, 17-4, 1
Lc 9, 28b-36

 

     Hermanos: ¿Preocupados por la situación que atravesamos? ¿Verdad que no es nada fácil vivir como creyente en el mundo de hoy? ¿Y lo fue en el tiempo que le tocó vivir y apostolar a Pablo? Mirad de lo que les advertía a sus discípulos de Filipos: «Muchos de los que están entre vosotros son enemigos de la cruz de Cristo. Su paradero es la perdición; su dios, el vientre. Se enorgullecen de lo que debería avergonzarles y sólo piensan en las cosas de la tierra». ¿No nos parecen palabras que retratan muy bien los tiempos que corren? ¿Verdad que casi, casi, nos retrata a nosotros mismos?

     El mundo globalizado que vivimos nos ha hecho frágiles a infinidad de acosos que sufrimos. Esta misma semana se tambaleaba la fe de muchos cuando los noticiarios lanzaban en antena las declaraciones de James Cammeron, a cuenta del descubrimiento de las tumbas de Jesús y de María Magdalena y la prueba científica de que Jesús no vivió célibe, sino que tuvo hijos de María Magdalena, y también hermanos de su madre María...

     ¡Cuántos no aprovecharán noticias como ésta para arremeter contra la Iglesia, los curas y el engaño y la farsa en los que han metido a la gente —dirán—, confiando más en los detractores de la fe que en sus defensores.

     Nunca ha sido fácil ser fiel a Dios. Siempre han sido pecadores los hombres. Pero siempre también han tendido a establecer relaciones, y no interesadas, sino de amistad, con Dios. ¡Qué bien nos lo ha descrito la primera lectura!

     Abrahán es un hombre de fe que ha sentido la llamada de Dios, y, por buscarlo, no ha querido someterse a la sujeción de su tierra, de las tradiciones de sus antepasados, y lo deja todo para encararse a ese Dios en la soledad y en tierra extraña como un extraño errante...

     Hoy nos ha descrito la Escritura el pacto que Dios establece con él. En su ancianidad y debilidad, Abrahán pide una señal a Dios, y éste sella su promesa con una Alianza. Pero la Alianza que Dios establece le implica sólo a él. Los animales descuartizados por entre los que pasan quienes formalizan un pacto (en este caso sólo pasa la presencia de Dios) muestran lo que recaerá sobre quien rompe el pacto: quedará descuartizado. Abrahán es presa de un grave y pesado sopor, por lo que no podrá sino contemplar, a duras penas, lo que Dios está dispuesto a hacer por él.

     Asumamos, hermanos, este cuadro. Es Dios quien lleva la iniciativa; es él el que se implica, el que se da por entero. No nos pide merecimientos y que no cometamos fallo alguno, sino que acojamos su promesa. Él la cumplirá a su debido tiempo y en los términos que, tal vez, nos resulten incomprensibles. Puede que se nos haga larga la espera. Pero forjemos la esperanza y la confianza, que darán su fruto.

     ¿Verdad que resulta duro esperar? ¡Y más duras serán las pruebas que deberemos afrontar! Pero Abrahán está dispuesto: se ha fiado plenamente de Dios, y éste se lo tendrá en cuenta.

     ¿Nos quejamos nosotros de que hoy no es nada fácil ser fiel a Dios? ¿Y cuándo lo fue? Jesús había enseñado a sus discípulos a orar, a dirigirse en términos de confianza a Dios... Pero su interés estaba en otro lugar. Jesús tiene que insistir. Les pregunta quién dice la gente que es él, y lo que ellos dicen. Y la respuesta es un tanto de marketing, como una respuesta obligada pero no asumida, de libro. Como es nuestra fe: que nos bautizaron, nos enseñaron a rezar y nos decían que tenemos que ir a la iglesia... pero apenas hemos tenido experiencia de Dios, como sí la tuvo Abrahán y sí la tuvo Pablo. Y aquellos hombres que conviven con Jesús, que deberían sentirle mucho más cerca, visible y experimentable... La opción por Dios, el vivir confiando en Dios no es nada fácil. Si resulta fácil (como les resulta a muchos pietistas) no estamos ante una fe verdadera; desconfiemos en ese caso.

Pues ese Jesús invita a sus más íntimos, a sus incondicionales, a hacer una experiencia de oración, de cercanía a Dios. Los lleva al Tabor y allí se transfigura, mientras los discípulos, por el peso del sueño, apenas pueden velar (como les sucederá en el Huerto de los Olivos), y balbucean algo ininteligible: ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres chozas...

     Mientras el cuadro que contemplamos nos presenta a un Jesús avalado por la Ley (Moisés) y la Profecía (Elías); lo cual quiere decir que, en adelante, la única Ley capaz de salvar al hombre la encontraremos en Jesús; y la palabra definitiva de Dios será Jesús mismo...

     Pero nos resulta duro admitirlo, asumirlo... Preferiríamos continuar en la nube, no enfrentarnos a la cruda realidad cotidiana donde se nos presentan las verdaderas dificultades. Y en ellas —¡cuántas veces!— tenemos que vivir nuestra fe en silencio, a escondidas, con temor....

     Pero confiemos en Dios, como Abrahán; hagámonos, como Pablo, ejemplo a seguir para quienes nos rodean... Sí; somos pecadores, limitados, que fallamos y caemos; pero acogemos a ese Dios que, por su voluntad expresa, y no porque lo hemos ganado por nuestros méritos, nos quiere hacer testigos, personas que lo hagamos presente en el tiempo y lugar que nos toca vivir; porque él sabe que el hombre es más hombre, más humano, más hermano, con Dios que sin él. Confiemos, pues, en Dios, y hagamos que confíen en él quienes nos rodean.