HOMILÍA
Hermanos: «No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo veis?»
¿Verdad que no? ¿Verdad que no lo notamos, porque nos empecinamos en devolver el mal recibido o en hacer pagar las deudas del pasado?
Estamos convencidos de que una cosa es perdonar —y hay que saber perdonar—, y otra bien distinta es olvidar; y no hay que olvidar, si no se quiere caer en los mismos errores cometidos en otro tiempo.
Pero no es ese olvido el que nos pide la Escritura, hermanos. Haciendo alusión a la esclavitud sufrida en Egipto, Dios pide a su Pueblo que no añore "los ajos y cebollas y la carne que han quedado atrás": hay que olvidar aquella situación.
Entre nosotros, si queremos construir una sociedad reconciliada, ¿verdad que tenemos mucho que olvidar? ¡Qué duda cabe que tenemos que perdonarnos, y mutuamente!, porque nos hemos infligido mutuo daño. Pero ¿verdad que aparecen situaciones de venganza y deseos de devolver incluso lo no sufrido?
«Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Estoy convencido de que nos va a costar notarlo si no nos sumamos al carro de Pablo, quien, una vez encontrado a Cristo, considera basura, estiércol, lo que antes consideraba ganancia: como era el cumplimiento de la Ley, la observancia de las normas y la tradición. Cristo le da otra perspectiva de vida; en ella se condena el mal, se combate la injusticia, el dolor, la miseria, el daño..., pero se trata de salvar al malhechor, al injusto, al miserable, al damnificador... ¿Verdad que nos puede parecer paradójico?
Llevados por el rechazo y condena del mal y del pecado que vemos en nuestra propia vida, podemos llegar a la acusación pública del débil: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio...», tratando de ocultar nuestra miseria en la condena del inocente o débil (a Jesús le ponen entre las cuerdas, pues, o infringe la Ley o su misericordia es de pacotilla...).
¿No podríamos superar este juego diabólico? «Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? » Escuchemos la voz del profeta; montemos en el carro del apóstol; oigamos como en un estruendoroso eco aquellas palabras de Jesús: «Quien de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra», y reconozcamos la novedad que Dios quiere operar en nosotros.
Para ello es preciso creer, fiarse de las palabras del Evangelio, depositar la confianza plena en ese Jesús que es la novedad, que nos conduce por las sendas del perdón, del olvido, de la acogida, del respeto, de la ayuda, del reconocimiento mutuo en última instancia.
La fe, la confianza en Dios, el considerar basura o estiércol todo lo que no sea Cristo desde que se le ha encontrado y abrazado, nos lleva a la auténtica novedad que no tiene en cuenta el pasado, lo que se ha podido sufrir en él...; hace superar las venganzas y las hostilidades y esperar el nuevo amanecer.
Pero escondemos tantos recovecos en los pliegues de nuestro corazón... Escondemos tantas zonas oscuras que tememos se descubran, que tratamos de que los demás se fijen en una mujer sorprendida en flagrante adulterio.
Sabemos muy bien que la condena de otros, por muy culpables que sean, no nos justifica, y carga una injusticia más sobre nuestras espaldas. Prestemos, pues, atención a la Escritura, que es el alimento para nuestra vida cotidiana: convenzámonos de que es preferible confiar en Dios, aunque nos tilden de ingenuos o de algo peores, y, olvidando el pasado, mirar esperanzadamente al futuro. Ello nos llevará a no guardar rencor, a estar dispuestos tanto a perdonar como a pedir perdón, y a prepararnos para vivir en una sociedad reconciliada, donde no se le recuerden a uno los pecados de su infancia ni los cometidos por sus padres, sino que sabiéndose deudores unos de otros, se respeten, acojan y ayuden mutuamente.
Puede parecer una ingenuidad. Pero el Evangelio nos invita a apostar por ella. Allí empezaron a escabullirse empezando por los más ancianos. En nuestros tiempos puede que tengamos hecha tal costra que empezamos a lanzar las piedras. Pero Jesús apostó porque no fuera así y manifestó la novedad que propone Dios, y que la haremos realidad si sabemos acogerla.
¿Preferimos encerrarnos en nuestras viejas luchas o recientes odios y venganzas, o confiaremos en que la escucha de la Palabra y el acercamiento a Jesús nos puede renovar? La invitación de Dios está sobre la mesa. Somos nosotros los que tenemos que aceptarla.
Es preciso abrir los ojos y todos los sentidos para ir percibiendo lo que está brotando casi imperceptiblemente; pero todos ansiamos una sociedad reconciliada que mire a la novedad de que el pasado no nos atenace. La fe puede darnos aliento. No a rechacemos.