HOMILÍA
Hermanos: en el marco de nuestras «Misiones Diocesanas» y con el lema «CON LOS POBRES CONTRA LA POBREZA. POBREEN ONDOAN POBREZIAREN AURKA» celebramos la Liturgia de hoy, cuando otras diócesis conmemoran el «Día del Seminario». ¿Nos damos cuenta? ¿Qué nos dicen hoy nuestras Misiones Diocesanas o el Seminario? Bien poco. O apenas nada. Y ¿podemos ser seguidores de Jesús sin curas o sin compartir nuestra fe, sin testimoniarla? Si pensamos que sí, es que no hemos optado aún por ella. Sigue siendo algo que se nos ha impuesto, pero no lo hemos asumido... A ver si las lecturas proclamadas nos ayudan a dar un paso más en nuestro proceso de conversión cuaresmal.
Los israelitas, con Josué al frente, están a las puertas de la Tierra Prometida. El Señor Dios va a introducirlos en ella. El signo con el que lo han expresado ha sido la circuncisión y lo están celebrando: han dejado atrás la esclavitud de Egipto y las calamidades y padecimientos de los 40 años de Desierto.
En la segunda lectura hemos asistido a otra entrada, la entrada en Cristo: «si alguien vive en Cristo es ya una nueva criatura" nos ha dicho Pablo, y nos ha instado a dejarnos reconciliar, como signo de esta entrada en Cristo: «En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios —nos ha dicho—.
Lucas, en su evangelio, en una sucesión de parábolas que muestran la misericordia de Dios, y cuyo culmen es la del evangelio de hoy, nos ha presentado a ese Dios: se desvive por sus hijos, y a cambio recibe el desinterés o el desprecio de los mismos. Ese padre, que es Dios, es pura donación y misericordia, quiere que sus hijos compartan sus bienes en ambiente festivo, y les da lo mejor (el ternero cebado, el vestido de gala, el anillo...). Pero ya vemos que hace falta tener experiencia del mal, de la penuria que se sufre fuera de la casa paterna, para poder aceptar y agradecer el regalo del Padre.
El hijo mayor, el cumplidor, vive no como hijo en la casa del padre, sino como esclavo cumpliendo estrictamente las órdenes de su padre. Ese cumplimentismo le endurece el corazón, y es incapaz de perdonar y aceptar la alegría de la recuperación del hermano perdido; no entra en la fiesta, y echa en cara que sus méritos no han servido de nada.
¿No nos retrata a nosotros este hijo mayor más que un poco? Apenas tenemos conciencia de pecado, por no haber cometido grandes transgresiones y ver que otros sí las cometen, incluso públicamente. No sentimos necesidad de ese cariño del Padre que quiere que sus hijos disfruten de su fiesta.
Pero ¿no sería distinto y más hermoso si aceptáramos su fiesta, aunque para celebrarla tengamos que sacrificar el ternero cebado, esto es, perder algo de lo nuestro?
Las Misiones Diocesanas tratan de hacer presente en tierras de misión, entre gente empobrecida y explotada, tanto los bienes de la cultura y bienes terrenos, como el conocimiento de un Dios que nos hace hermanos y herederos de su reino. Si, por egoísmo, perdemos esta dimensión de compartir lo que somos y tenemos; si, pensando que tal vez no tenemos para atender nuestras necesidades, somos incapaces de compartir estos bienes, y, encima, insolentemente decimos que aquí hacen falta misioneros, es que nuestro corazón, como el del hijo mayor de la parábola, se ha endurecido tanto que ya no es capaz de acoger el abrazo del Padre.
Los seminarios vacíos nos están lanzando un grito lastimero. Nuestras celebraciones lánguidas y mortecinas nos están delatando. Nuestras exiguas colectas nos están denunciando... ¿No seremos capaces de alcanzar a ver allí, en el horizonte de nuestra fe, a ese Dios que espera la vuelta de su hijo, para abrazarlo en un mar de lágrimas?
Para entrar en la fiesta que el Padre quiere preparar para sus hijos, es preciso salir de otras situaciones: de la esclavitud de Egipto y de su paradójica comodidad; de una vida falta de Dios, que exige reconciliación, y de una avidez excesiva por las riquezas que nos hacen competir por los bienes de los otros y nos llevan a expoliarlos y a marginarlos... En última instancia, salir de una vida sin Dios a esa otra en la que se acepta su abrazo, su perdón, y nos convierte en reconciliadores y en voceros de su fiesta.
Si somos capaces e entrar en ella, como el hijo que vuelve a casa, podremos compartir la gozosa experiencia de la misericordia y del amor del Padre. Si, por el contrario, nos cerramos a la invitación del Padre, nos reconcomerá nuestro deber cumplido, la envidia de los que disfrutan a pesar de no haberlo merecido, y arremeteremos contra los hermanos y los incumplidores.
Dejemos las arideces del desierto de un mundo que se afana por marginar a un Dios que molesta porque vela por los menos afortunados y echa en cara la vaciedad de un culto insincero. Entremos en la fiesta de los hijos a compartir de lo que tenemos, acogiéndonos para ello como somos, sirviéndonos mutuamente, exigiendo nada y dándolo todo. Porque todo es de Dios que quiere celebrar fiesta con sus hijos.
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