HOMILÍA
1Re 19, 16b. 19-21
Sal 15
Gal 4, 31b_5, 1. 13-18
Lc 9, 51-62
Hermanos: la liturgia de hoy quiere situarnos ante la vocación, su finalidad, sus consecuencias y la riqueza que supone colocar a Dios en el centro de las opciones de vida. ¿Podríamos aceptar la invitación, aunque nos parezca un tema de demasiado calado y hondura para estas fechas en que ya estamos de vacaciones o en medio de las fiestas patronales? Hagamos un esfuerzo.
Tal vez tengamos que convencernos primero de que es distinto ponerse al servicio de Dios, que pretender poner a Dios al servicio de uno mismo o de sus caprichos. Y deberíamos preguntarnos si estamos contentos con nuestra fe, si es ella la que orienta y rige nuestra vida diaria, o si, por el contrario, es nuestra fe un manto de quita y pon que nos lo echamos por encima cuando creemos que nos conviene.
La primera lectura nos ha presentado la radicalidad con la que responde Eliseo ante la invitación del profeta Elías, el hombre de Dios: se despide de su casa, y, de aquello que pueden constituir sus bienes y su poder, hace fuego con los aperos, en él asa la carne de los bueyes que se lo da en festín a sus criados, y, con las manos vacías, va en pos del hombre del Dios.
¿Qué nos indica esto? Que se puede confiar plenamente en Dios y abandonar por él aquellos bienes en los que uno ha confiado: la familia, el trabajo, la riqueza, el poder... ¡Claro que para ello hace falta valor! Pero Dios no abandona al que lo coloca en el centro de su vida y de sus decisiones; al que se le entrega por completo y de por vida; al que confía plenamente en él.
No sucede lo mismo con el que quiere nadar a dos aguas: quedarse con esto y también con lo otro: un poco de todo, por si acaso. Lo hemos visto en las recomendaciones de san Pablo a los cristianos de Galacia: si Dios, en Cristo Jesús, nos ha liberado de la esclavitud de la Ley, no ha sido para hacer lo que nos da la gana, para entregarnos a nuestras pasiones, sino para convertirnos en servidores unos de otros; para amarnos como a nosotros mismos.
Sin una experiencia de Dios, sin un encuentro con él es difícil, si no imposible, que nos entreguemos radicalmente a él; podemos nadar a dos aguas, pero, en tal caso, nuestra fe no podrá aportarnos nada novedoso en nuestra vida.
Y es difícil hacer experiencia de Dios si nadie nos echa el manto, como Elías sobre Eliseo; si nadie nos llama, como Jesús a sus discípulos...
Y aunque nos llame y le sigamos, no será fácil colocarlo en el centro de la propia existencia, como lo hemos visto en los discípulos Santiago y Juan, a quienes Jesús regaña, porque no han entendido su misión como oferta salvadora de libre adopción: no han de acogerla por presión, o mandato, o bajo amenazas de fuego.
Jesús se nos muestra exigente consigo mismo, pero suave, indulgente y condescendiente con los demás. Ésta es la novedad en la que nos introduce Jesús que ha optado radicalmente por subir a Jerusalén. Nada ni nadie le apartará ya del camino, ni aunque le nieguen ayudas o no lo acojan.
Podríamos pedir unos por otros para hacer experiencia de Dios, para que podamos llegar a una entrega radical que se manifieste en la construcción de la familia, en el trabajo, en la participación ciudadana y en la entrega a la Comunidad.
Yo me atrevo a pediros que hoy roguéis por mí, para que mi entrega radical me lleve a ser exigente conmigo mismo y dulce y acogedor con los demás, con todos vosotros.