sábado, 30 de junio de 2007

DOMINGO XIII /C DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA

1Re 19, 16b. 19-21
Sal 15
Gal 4, 31b_5, 1. 13-18
Lc 9, 51-62

Hermanos: la liturgia de hoy quiere situarnos ante la vocación, su finalidad, sus consecuencias y la riqueza que supone colocar a Dios en el centro de las opciones de vida. ¿Podríamos aceptar la invitación, aunque nos parezca un tema de demasiado calado y hondura para estas fechas en que ya estamos de vacaciones o en medio de las fiestas patronales? Hagamos un esfuerzo.

Tal vez tengamos que convencernos primero de que es distinto ponerse al servicio de Dios, que pretender poner a Dios al servicio de uno mismo o de sus caprichos. Y deberíamos preguntarnos si estamos contentos con nuestra fe, si es ella la que orienta y rige nuestra vida diaria, o si, por el contrario, es nuestra fe un manto de quita y pon que nos lo echamos por encima cuando creemos que nos conviene.

La primera lectura nos ha presentado la radicalidad con la que responde Eliseo ante la invitación del profeta Elías, el hombre de Dios: se despide de su casa, y, de aquello que pueden constituir sus bienes y su poder, hace fuego con los aperos, en él asa la carne de los bueyes que se lo da en festín a sus criados, y, con las manos vacías, va en pos del hombre del Dios.

¿Qué nos indica esto? Que se puede confiar plenamente en Dios y abandonar por él aquellos bienes en los que uno ha confiado: la familia, el trabajo, la riqueza, el poder... ¡Claro que para ello hace falta valor! Pero Dios no abandona al que lo coloca en el centro de su vida y de sus decisiones; al que se le entrega por completo y de por vida; al que confía plenamente en él.

No sucede lo mismo con el que quiere nadar a dos aguas: quedarse con esto y también con lo otro: un poco de todo, por si acaso. Lo hemos visto en las recomendaciones de san Pablo a los cristianos de Galacia: si Dios, en Cristo  Jesús, nos ha liberado de la esclavitud de la Ley, no ha sido para hacer lo que nos da la gana, para entregarnos a nuestras pasiones, sino para convertirnos en servidores unos de otros; para amarnos como a nosotros mismos.

Sin una experiencia de Dios, sin un encuentro con él es difícil, si no imposible, que nos entreguemos radicalmente a él; podemos nadar a dos aguas, pero, en tal caso, nuestra fe no podrá aportarnos nada novedoso en nuestra vida.

Y es difícil hacer experiencia de Dios si nadie nos echa el manto, como Elías sobre Eliseo; si nadie nos llama, como Jesús a sus discípulos...

Y aunque nos llame y le sigamos, no será fácil colocarlo en el centro de la propia existencia, como lo hemos visto en los discípulos Santiago y Juan, a quienes Jesús regaña, porque no han entendido su misión como oferta salvadora de libre adopción: no han de acogerla por presión, o mandato, o bajo amenazas de fuego.

Jesús se nos muestra exigente consigo mismo, pero suave, indulgente y condescendiente con los demás. Ésta es la novedad en la que nos introduce Jesús que ha optado radicalmente por subir a Jerusalén. Nada ni nadie le apartará ya del camino, ni aunque le nieguen ayudas o no lo acojan.

Podríamos pedir unos por otros para hacer experiencia de Dios, para que podamos llegar a una entrega radical que se manifieste en la construcción de la familia, en el trabajo, en la participación ciudadana y en la entrega a la Comunidad.

Yo me atrevo a pediros que hoy roguéis por mí, para que mi entrega radical me lleve a ser exigente conmigo mismo y dulce y acogedor con los demás, con todos vosotros.

 

 

sábado, 23 de junio de 2007

LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA (24/06)

   

HOMILÍA

 

 

Hermanos: la Liturgia nos coloca una junto a la otra las figuras de Juan el Bautista, el precursor del Mesías, y la de Jesús de Nazaret. Las familias de ambos tienen además una semejanza destacable. Pero también se dejan entrever diferencias que a continuación subrayamos.

 

En la concepción y nacimiento del Bautista, el protagonismo lo ocupa su padre, Zacarías; en la concepción y nacimiento de Jesús es su madre, María, la que acapara el protagonismo. El padre de Juan, Zacarías, aunque es sacerdote dedicado al culto de Dios, vive una fe cargada de dudas ante él. Por el contrario, María vive una situación de entrega incondicional y gratificante a Dios, que le valdrá la alabanza de su pariente Isabel: bendita tú que has creído.

 

     Vamos a tener todo esto en cuenta a la hora de hacer la reflexión-oración de hoy. Acerquémonos a la figura de Zacarías: es sacerdote y le corresponde realizar la ofrenda; pero el ejercicio de su ministerio no está exento de dudas. ¿No os parece que bien puede ser la imagen de lo que somos nosotros? ¿No es verdad que también nosotros, aunque nos consideramos creyentes y practicantes, vivimos nuestra fe en un mar de dudas y hasta, en más de una ocasión, de vergüenzas por lo mismo? El silencio, el mutismo, de Zacarías constituye un signo. Pero el nuestro ¿a qué se debe? Nosotros no sabemos transmitir en nuestro entorno una experiencia de Dios; y no lo hacemos. En nuestras familias hace ya tiempo que se nota la ausencia de esta transmisión: nuestros hijos no pueden conocer a Dios, tener experiencia de él gracias a sus padres/madres. Es como si a Dios lo tuviéramos secuestrado en el silencio de nuestro mutismo.

 

     Sin embargo, a pesar de todo, hermanos, el Hijo de Zacarías y de   Isabel, Juan el Bautista asumió la tarea de preparar los caminos del Señor­. Al nacer él se soltó la traba de la lengua de su padre, Zacarías, que empezó a alabar y bendecir a Dios (¿nos dice algo esto?).

 

     Dando un paso más, fijémonos en la actuación del Bautista: preparaba el camino al Señor con voz ruda, discurso apocalíptico y amenazas, proclamando un Bautismo de conversión. No será ésa la actuación del Mesías: invitará a la conversión, pero desde la imagen de un Dios Padre, que nos ama, y, en su misericordia, nos perdona y nos ofrece la salvación de modo gratuito: la dulzura es lo que preside este anuncio, podríamos decir. ¿Será que el maestro que tuvo Juan era su padre, con dudas de fe, y la maestra de Jesús fue su madre, con una vida enteramente entregada a él?

 

     Tal vez se podría decir esto otro: que es preciso arar en profundidad una tierra apelmazada, y abonarla con largueza, si queremos que dé fruto la semilla que sembramos en ella. Esa acción puede molestar y hasta doler, exigir un tiempo y paciencia, tal vez. Ésa era la labor del Bautista. ¿Fructificaría en ella la tarea del Mesías? A ver si la asumimos en este día en que celebramos su nacimiento.

 

     Aceptemos la labor de arado que debe ejercer en nuestra vida la Palabra de Dios. Acudamos a su lectura y a la oración para tratar de preparar esa tierra que quiere dar frutos de fe. Promovamos la Catequesis y la celebración de los sacramentos para abonar la tierra....

 

     No lo pongamos en duda ni por un instante: semejante experiencia de Dios soltará la traba de nuestra lengua, alabaremos a Dios y nos convertiremos en Profetas de nuestro tiempo. No nos faltarán defectos; pero como Maria, estaremos entregados a Dios como hu­mildes servidores.

 

 

viernes, 15 de junio de 2007

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO /C


HOMILÍA

Hermanos: tal vez nos sintamos cada vez más incómodos en la celebración litúrgica, porque cada vez hacemos una vida más alejada de los valores del Evangelio, cada vez es más esporádico nuestro trato con Dios y cada vez nos sumergimos más en una sociedad competitiva en la que lo importante es quedar por encima del otro, no importa a qué precio. Incluso habría que decir que no es tan importante quedar por delante o por encima del contrincante, cuanto dejarle humillado.

Claro que no todas las personas de la sociedad en que vivimos funcionamos así. ¡Y menos mal! Pero es ése el ambiente en que nos desenvolvemos. Y en ese ambiente no nos atrevemos a manifestar otros valores, con los que nos sentimos más identificados, por temor a que se nos rían, nos desprecien, nos marginen… Y estamos tan hechos a esta sociedad y cultura que no podemos manifestarnos contra ella, al menos abiertamente, y en un campo (el religioso, el de nuestras relaciones con Dios) que nos resulta demasiado exigente y nos consideramos como muy lejos de poder dar la talla.

Los que acudimos a misa, a escuchar la Palabra de Dios, a compartir el pan de la misma mesa, sentimos en más de una ocasión la vergüenza y el peso de nuestro pecado, de nuestra acomodación al mundo, y nos sentimos incómodos cuando se nos pide que sepamos reconocer nuestro error, nuestros fallos, nuestro pecado… Buscamos excusas, culpables o cómo esconder nuestra culpa. Porque no nos sentimos acogidos, queridos, perdonados, sino sometidos a vejación y burla, a la aniquilación.

Sabemos sin embargo que nuestro pecado no lo pueden cubrir y ocultar una mentira tras otra, y que cada vez nos sentimos más incómodos. Esperamos encontrarnos con unos brazos acogedores, una palabra consoladora, una mano tendida que pueda rescatarnos del pozo en el que nos ha sumido nuestra culpa, nuestro pecado.

Y la Ley nos condena: el que la hace, la paga, nos dice; es implacable; nos exige una restitución que ¡cuántas veces! se nos antoja inalcanzable, o nos resulta imposible…, mientras quienes no han sido cazados se ríen de nosotros, del pecador.

Hace falta una fuerte experiencia de Dios, del amor y acogida de ese Padre misericordioso, para saber reconocer ante él el pecado, como la única manera de liberarnos de él, de vernos salvados.

La Liturgia de hoy nos invita a buscar esa liberación, y no en la Ley, sino más allá; no en el poder o la astucia o el dinero, sino en la humildad. Y nos parece tan costoso… ¿Nos puede servir la figura de David que nos ha brindado la primera lectura? Si a un insignificante como yo le cuesta reconocerse pecador, ¡cuánto más a un rey! Pero él se humilla, reconoce: y se ve liberado de su culpa.

Y la mujer pecadora del evangelio da muestras de su humildad, de su dolor, de su arrepentimiento…, porque se siente amada.

¿Podríamos sentir ese amor de Dios? ¿Podríamos sentirnos acogidos por la comunidad, por este entorno que hace presente a ese Dios Padre misericordioso?

Es, pues, una llamada, no sólo a cada uno para saber reconocerse pecador y estar dispuesto a ser acogido y perdonado, sino que constituye también una llamada a todos nosotros como comunidad, para que sepamos construir esos lazos de hermandad donde se haga visible el amor de Dios y estimule la conversión y la salvación.

 

sábado, 9 de junio de 2007

«CORPUS CHRISTI»: Sacratísimos Cuerpo y Sangre de Cristo

 

HOMILÍA

Hermanos: nos disponemos a celebrar este hermoso día del Corpus, en el cual nos acercamos al misterio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Y es justo preguntarnos: ¿Cómo lo hacemos? Es cuestión de proyectar una mirada retrospectiva: ¿qué fue de aquellas manifestaciones de religiosidad de antaño, cuando nuestras calles se llenaban de flores y cánticos y nuestros balcones se engalanaban para homenajear a la sagrada Eucaristía? Y no es cuestión de culpar a los curas o a la Iglesia, sino de sincerarnos ante Dios: lo más visible, lo que salta a la vista, y, sobre todo, al oído, es la vulgaridad y la blasfemia en que hemos caído. El santo nombre de la Eucaristía es pateado por doquier. La blasfemia contra Dios está en la boca hasta de niños y niñas... Sería tremendo si sólo hubiera esto.

Parece que las tradiciones que hemos recibido de nuestros padres, las devociones, las prácticas religiosas y el respeto nos humillan y esclavizan, y que hay que liberarse de todo ello, porque en nuestros días no tienen sentido alguno: no necesitamos tutelas divinas, el hombre es autónomo y libre... y pateamos y despreciamos el tesoro de tradición recibido de nuestros mayores.

Preguntémonos si esa actitud nos hace más libres, más humanos y hermanos y más respetuosos los unos para con los otros. Y salta a la vista que no. ¿Por qué nos empeñamos, entonces, en despreciar el tesoro recibido de nuestros padres? Tal vez porque no sabemos cómo usarlo: nos lo han transmitido sin "libro de instrucciones" —diríamos; porque no lo hemos acabado de asumir como propio; porque, como cultural y/o ambiental, aparece como marginado y marginal cuando se ha marginado la cultura que nos lo ha brindado. Y nos hemos quedado desnudos desde el punto de vista religioso.

Otros, por el contrario, no. Esos otros se aferran a la devoción a la Eucaristía. Y no creo que sea mejor esto que lo anterior. Porque esta actuación no nos lleva a la unión de hermanos, sino al "¡sálvese quien pueda!" Y no es lo que querría ese Jesús que se hace pan, alimento, de sus discípulos que se sientan a la misma mesa y reciben la encomienda de perpetuar el signo: darse a comer, que es lo que nos enseña la Liturgia de hoy y lo expresamos a través de la acción de Cáritas.

Hermanos: Dios nos quiere a sus hijos e hijas en torno a la misma mesa: asumiendo la responsabilidad unos de otros, sobre todo de los más necesitados, y que sepamos vivir disfrutando de compartir los bienes que poseemos.

Para ello, hermanos, deberíamos esforzarnos no tanto en pedirle a Dios en la Eucaristía fuerzas para hacerlo, cuanto en escucharle y responderle en la actuación diaria.

Las lecturas de la Liturgia de hoy nos brindan una buena oportunidad: la ofrenda del pan y vino no es algo inventado por Jesús; él, anterior a todos los tiempos, lo acepta de la tradición. Es algo que nos ha brindado también el apóstol al decirnos que Jesús, la víspera de la pasión, estando a la mesa con sus discípulos...

Pero, ¿qué pasa? Lo vemos en el evangelio, cuando Jesús les dice a sus discípulos: «dadles vosotros de comer». Los discípulos no saben qué hacer; quieren desprenderse del marrón que les ha caído encima, y le presentan a Jesús su imposibilidad. Y gracias que se ponen a las órdenes de Jesús. Es lo que deberíamos aprender nosotros: ponernos a las órdenes de Jesús. Porque entonces, aunque nos parezca escaso lo que tenemos, y tratar de conservar cada cual lo suyo, confiando en él tendríamos la seguridad de que llaga para todos, y nos esforzaríamos en compartirlo.

Es lo que nos enseña la Eucaristía, lo que Cáritas se esfuerza en hacer realidad; es lo que pretendemos los que nos sentamos a la mesa de Jesús, la de la Eucaristía. Tengámoslo en cuenta por encima de las devociones y privatizaciones, y, sobre todo, por encima de patear las tradiciones recibidas de nuestros mayores; porque una mesa compartida nos hace hermanos, respetuosos, solidarios y libres.

 

sábado, 2 de junio de 2007

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Prv 8, 22-31
Ro 5, 1-5
Jn 16, 12-15

HOMILÍA


Hermanos: litúrgicamente hablando, estamos en el tiempo que nos corresponde a nosotros: el Hijo de Dios glorificado en la Cruz ha exhalado su Espíritu sobre nosotros y nos ha enviado a ser sus testigos por todo el mundo.

Ya no tenemos excusas. Sin el Espíritu, había cosas que no podíamos comprender ni asumir; pero con él, y dejándonos guiar por él, podemos asumir la tarea que Jesús nos ha encomendado, que no es otra que la de ser sus testigos por todas partes, hasta el confín del mundo y de los tiempos.

Recordemos lo que Jesús nos ha dicho en el evangelio de hoy: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa».

¿No creéis que el Espíritu de Jesús debería hacernos adultos en la fe? Eso significa pasar de ser meros pedigüeños a ser servidores del reino, testigos del Resucitado. Quiero decir: Jesús confía en sus discípulos, y les encomienda, de la mano del Espíritu, la misión de ser sus testigos. En ellos podemos descubrir, al aceptar nuestra fe, que Jesús confía en nosotros y nos confía al Espíritu. En este Espíritu podemos caminar hacia la verdad completa. Esto es: nuestra fe no solamente nos hace dirigirnos a Dios con la confianza de hijos, sino que nos hace ponernos a su disposición, en todo momento.

Pablo, en la carta a los romanos, nos ha dicho que la fe nos ha puesto en camino de la salvación, porque mediante ella estamos reconciliados con Dios y justificados. No es, pues, que Dios esté esperando nuestras buenas obras para premiarnos por ellas, sino que, al aceptar la fe en su Hijo Jesús, Dios nos encomienda la tarea que ha iniciado en él. Jesús de Nazaret no desarrolló su tarea en solitario, sino que se rodeó de discípulos en quienes supo confiar a pesar de sus debilidades, hasta confiarles plenamente su tarea; los asoció a ella. En esa tarea, Jesús espera de cada uno/a de nosotros/as nuestra propia aportación.

Y podemos hacerlo si reconocemos que «por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta situación de gracia que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos, esperando participar de la gloria de Dios», como nos lo ha dicho Pablo.

Pablo está tan convencido de ello que no le echa para atrás la tribulación, el sufrimiento, que es inherente a la persona y su debilidad; sino que, por el contrario, la tribulación la entiende como fuente de paciencia.

En este Domingo de la Santísima Trinidad, hermanos, la Iglesia se asoma a la vida y oración de los/as contemplativos/as. Tal vez nosotros no entendamos su labor y no apreciemos su importancia en la vida de la Iglesia. Pero, de la mano del Espíritu, sí que podremos descubrir en la vida de los/as contemplativos/as una vida comunitaria (reflejo de la comunidad trinitaria de Dios), dedicada a la oración y el servicio humilde al mundo. ¿No representa esto el resumen de nuestra vida de seguidores de Jesús? Estamos llamados a formar en torno a él la gran familia de los hijos/as de Dios, que esparzan por el mundo «esa gracia en la que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos«. Ellos/as lo hacen desde el encierro silencioso en los conventos de clausura y nos ofrecen en ellos el remanso para la oración y el encuentro con uno mismo y con Dios.

¿Será que aún no hemos descubierto esa gracia y vivimos acomplejados porque la fe nos supone una carga pesada que no la resiste nuestra vida? Si es así, aún no le hemos dejado entrar al Espíritu. Acudamos a él, para que derrame en nosotros la sabiduría que nos hará vivir en nuestro tiempo el gozo de ser hijos/as de Dios, colaboradores suyos en la construcción de un reino fraterno, reconciliado, respetuoso y en paz.