«La Ascensión del Señor a los cielos»
Hch 1, 1-11
Sal 46
Ef 1, 17-23
Lc 24, 46-53
HOMILÍA
Hermanos: al celebrar este día de la Ascensión del Señor Jesús a los cielos podemos manifestar la desolación de unos hijos que quedan huérfanos, o la ilusión de aquellos otros hijos que asumen el proyecto que sus padres les encomendaron y se aprestan a desarrollarlo.
Antes que nada, hermanos, asumamos la confianza depositada por Jesús en nosotros: él nos quiere testigos suyos en nuestro entorno. Para que podamos serlo, nos ha prometido que «os enviaré lo que mi Padre ha prometido: vosotros quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto». Es el Espíritu Santo del que nos ha hablado Pablo en la segunda lectura: «El Padre de la gloria os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo». Ese Espíritu, promesa de Jesús, regalo suyo, no nos abandonará, sino que siempre trabajará junto a nosotros en la tarea de la construcción del Reino que Dios ha iniciado en su Hijo.
Es, pues, imprescindible, hermanos, que nos acerquemos a Jesús, que en torno a él construyamos la comunidad, la Iglesia, que da testimonio del resucitado, si queremos conocer a Dios y llevar a cabo la obra que espera de nosotros. De lo contrario (que es como parece ser en la mayoría de los casos) concebiremos a un Dios que hace lo que me apetece y, si no, lo abandono. Pero ése es un dios-juguete que manipulo a mi antojo, y del que blasfemo a cada paso. ¿No es eso lo que vemos más comúnmente? ¡Qué pocas veces entramos en la alabanza a la que nos ha invitado el salmo!
Tal vez radique aquí nuestra gran dificultad: en que no consideramos nuestra fe como respuesta a la llamada de Jesús a formar en su entorno la Iglesia que sea su testigo en este mundo; sino como medio para conseguir de Dios algunos favores o una ayuda puntual en la dificultad.
¿Qué ha sido, o es, o puede ser Dios para nuestra vida, la diaria, la de cada día, y no para un momento puntual de dificultad? Para entenderlo hemos de acudir a la primera lectura, donde se nos ha presentado el contraste entre lo que Jesús quiere de sus discípulos y lo que éstos sueñan: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? - No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad». No debería preocuparnos la fama o el poder, ni la calidad de vida de la que tanto se habla ahora, ni la independencia personal o la autosuficiencia... Jesús quiere que tengamos otras preocupaciones: «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo»: es esto lo que Jesús quiere y espera de nosotros. Y esto, y no otra cosa, lo que significaría ser creyente en Jesús.
Asumámoslo, pues: para responder a las expectativas que Jesús tiene puestas en nosotros necesitamos formación, Catequesis de Adultos; necesitamos acercarnos a la Palabra, vivir nuestra fe como auténtica vocación y con proyección eclesial.
¿No supone esto un cambio en nuestra manera de concebir la fe? Pues habrá que ir dando pasos en esa dirección a impulsos del Espíritu. Uno de ellos podría ser el apuntarse para la oración del sábado que viene a las 8 de la tarde, la Vigilia de Pentecostés, a la que os invito a quienes deseéis ir dando pasos en este sentido.
Que el Espíritu, regalo de Cristo glorificado, nos lleve a gustar de la sabiduría de Dios y a ir formándonos y haciéndonos participar en la vida de la comunidad para ser sus testigos en toda nuestra existencia.
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