sábado, 5 de mayo de 2007

V. DOMINGO DE PASCUA: «Clero nativo»


Hch 14,21b-27
Sal 144
Ap
21,1-5a
Jn 13,31-33a. 34-35

HOMILÍA

Hermanos: hace ya algún tiempo que la Iglesia dedica un domingo de Pascua a los enfermos; concretamente el sexto (esto es: el próximo domingo), celebrando la «Pascua del Enfermo». Esta dedicación nos pone en contacto con la siguiente realidad: para la Iglesia, el enfermo, el retirado, el disminuido... es una persona que merece especial atención, como manifestación del Cristo sufriente. Desde siempre ha practicado la comunidad eclesial una atención preferente con sus enfermos, y ha instituido el Viático, la santa Unción de Enfermos y otras varias atenciones y exención de obligaciones. Hoy es el día que la pastoral de atención al enfermo constituye la fuente de —podría decirse— las únicas alegrías que proporciona la pastoral.

¿Os habéis fijado en la primera lectura? ¿Qué dificultades encuentra la proclamación de la Palabra de Dios entre los propios creyentes! Los discípulos se encuentran con el rechazo visceral y violento de los judíos, y con gran valentía proclaman su dedicación a los gentiles. ¡Qué alegría la que los gentiles manifiestan, al contrario que los judíos! Debería hacernos pensar. ¿No estaremos nosotros demasiado seguros de nosotros mismos, tanto nosotros en nuestras prácticas religiosas, como en su rechazo los que las han abandonado? Tengamos en cuenta, desde esta realidad, al Clero Nativo.

En la segunda lectura hemos proclamado el deseo de Dios, la novedad, el deseo de hacerlo todo nuevo; lo cual implica su cercanía para con su pueblo, sus hijos... Pero hemos de confesar que la cercanía de Dios nos da miedo, nos impone. Preferimos que él esté en su sitio. ¡Como si su sitio se lo tuviéramos que asignar nosotros a Dios! Los pueblos que llamamos atrasados nos enseñan a sentirle cerca de Dios.

Bien que hemos podido ver que el sitio de Dios somos nosotros, sus hijos, sobre todo los más débiles, los desvalidos: enfermos, pecadores, prostitutas, marginados, niños, viudas, sin recursos, etc. Contra ese deseo de Dios, nosotros hemos ensalzado una sociedad de jóvenes, de sanos, de pudientes y poderosos, que oculta sus debilidades y miserias, y margina lo débil, retira de la circulación al enfermo o no-válido, e, incapaz de reconocer sus debilidades, hace ostentación de sus poderes y margina a Dios. No lo necesita. Ya se vale por sí mismo. Lo rechaza incluso blasfemando. Escandalizamos al mundo.

En medio de esta realidad que nos envuelve, a nosotros, los que venimos a escuchar la Palabra de Dios, a compartir una misma mesa y a hacer un mundo nuevo, se nos proclama que «en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros como yo os he amado». No se nos reconocerá en que somos practicantes, o rezadores o si invocamos públicamente a Dios, sino en que nos amamos. Y no de la manera como nos parezca, sino como él nos ha amado.

Tal vez porque Jesús es muy exigente nosotros nos escudamos en nuestras prácticas religiosas, pensando que a través de ellas ponemos a Dios a nuestro servicio. Cuando la verdad es que Dios desea entre nosotros la novedad que supone ese amor suyo compartido: un mundo nuevo en el que no se oculta la debilidad, sino que se comparte y se sufre en el amor, en la dedicación al enfermo, al anciano, al débil, al disminuido... Algo natural en países pobres.

¿Cómo podemos privar a nuestros mayores y a nuestros enfermos, de la alegría de los sacramentos? ¿No está esto acusándonos de que hemos marginado a Dios y por eso no sabemos hablar de él, con él, ni compartir con los más necesitados su alegría? Que el cura tiene demasiado trabajo no es excusa, porque la parroquia debería montar un grupo de «pastoral de la salud».

Hermanos: que la Pascua del Enfermo nos haga descubrir el gozo y la alegría que supone dar entrada a Dios en la propia vida. Dios nos saca de nuestras debilidades y miserias; nos hace compartir su gozo y alegría, y hace brotar en nuestro entorno la novedad de sentirnos hermanos queridos.

Acerquémonos a María en este mes de mayo dedicado a ella. Apren­damos de María a estar a la escucha, al servicio, siempre atentos, para responder de la única manera que se puede responder a Dios: con un "SÍ" pronunciado a pleno pulmón.

 

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