sábado, 24 de noviembre de 2007

DOMINGO XXXIV. DEL TIEMPO ORDINARIO /C


SOLEMNIDAD DE «CRISTO REY»

2Sm 5, 1-3
Sal 121
Col 1, 12-20
Lc 23, 35-43

HOMILÍA

Hermanos: en este último domingo del año litúrgico se nos brinda la figura de Cristo Rey. Si ya nos resulta un tanto difícil confesar a Jesús de Nazaret como Mesías, más nos cuesta en nuestros días confesarlo y proclamarlo como Rey. Este término está cargado, en muchísimos casos, de connotaciones nada positivas; más bien negativas.

Y la Liturgia se empeña en proclamar a Cristo Rey. ¿Será porque no se da cuenta, o no quiere que la entendamos, o es expresión de la casta clerical pero no la del pueblo llano y fiel? Muchos lo pensarán así. Pero hagamos un esfuerzo por adentrarnos en su mensaje.

Jesús vivió como un hombre entregado a Dios. En su vida lo primordial fue la voluntad de Dios, a quien trataba con la confianza de llamarlo Padre y enseñar que, al dirigirnos a Dios, lo hagamos con este término... Se ganó la condena de las autoridades religiosas; y tal vez no se ganó con ello ningún adepto entre el pueblo fiel, temeroso de las autoridades.

Jesús se acercó a los pecadores, a las mujeres, a los enfermos, a los leprosos, a los marginados de la Sinagoga y del Templo por su condición de impureza cultual, y no guardaba —parece— la observancia del sábado. Y se granjeó la condena de las autoridades religiosas. Y tal vez no hizo ningún adepto entre el pueblo, fiel, pero temeroso de ser rechazado del culto.

Nosotros mismos decimos que si Jesús viniera hoy arremetería en primer lugar contra los mismos curas, el Vaticano, los títulos nobiliarios en la Iglesia, sus riquezas, etc., etc.

¡Cómo han cambiado las cosas! En tiempos de Jesús el pueblo llano no podía hablar, y el pobre, el enfermo, el pecador, no podían disfrutar junto a los demás de las alegrías del culto: añoraban al Mesías. Jesús los sacaba de su miseria y los llenaba de esperanza, provocando en ellos la fe. Con ello manifestaba que era Dios, el Padre de todos, el único que podía salvar.

Pero hoy hablamos todos, y de cualquier cos; no necesitamos defensores ni valedores, y menos que alguien provoque nuestra fe, pues es una moneda devaluada. ¿No es así?

¡Qué bien lo refleja el evangelista Lucas en el pasaje del evangelio que hemos leído! Tal vez por eso nos empeñamos en rechazar el culto, la Iglesia, las autoridades, las normas, etc., etc. Ante la cruz de Jesús, las autoridades religiosas y políticas se ríen de él; uno de los malhechores se encara a él. Sólo quien es capaz de reconocer su miseria, su culpabilidad, es capaz de suplicarle con fe: acuérdate de mí... ¿Es éste nuestro caso?

Y, en este momento, el más paradójico de la vida de Jesús, el momento en que es palpable el abandono que sufre por parte de aquél en quien había confiado (el Padre), el momento mismo del último suspiro de vida, él habla de vida en el paraíso. Hace falta fe para aceptar su palabra. La provoca en un malhechor, como la había provocado en no pocos enfermos y pecadores que buscaban salvarse...

¿Podría provocarla en mí, en ti, en nosotros? Yo le pido que pueda abrirme a ese don de la fe, y que me haga fiel seguidor suyo, que sepa servirle en los más necesitados confiando plenamente en Dios a quien puedo llamarle Padre.

 

sábado, 20 de octubre de 2007

29º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO /C —DOMUND—


Éxodo 17,8-13
Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
Tim 3, 14_4,2
Lc 18, 1-8

HOMILÍA

«Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Hermanos: ésta es la pregunta que Jesús nos deja plantada en el evangelio de hoy. Y podemos decir que lo hace con premura. A vosotros ¿qué os parece: que encontrará esta fe en la tierra? ¿A qué se refiere cuando dice ésta?

La anciana viuda que aparece en el evangelio es figura de los pobres de aquel tiempo. Una y otra vez acude al juez a que le haga justicia. Y Jesús nos la presenta como ejemplo de cómo ha de ser nuestra oración.

Hace falta fe para orar con insistencia. Y el que tiene fe orará sin tregua. ¿Os parece a vosotros que hoy oramos así? La oración que hacemos ¿es la de un creyente? ¿En qué momento y qué tipo de oración es la nuestra? ¿Qué indica el tipo de oración que hacemos?

La primera lectura nos ha presentado la oración de Moisés. El pueblo de Dios se encuentra en apuros, a merced de Amalec, el gran enemigo del desierto. A Josué le corresponde guiar las tropas en su contra. Pero los otros jefes no estarán de brazos cruzados contemplando cómo lucha. Apoyarán tal acción con su oración. Es lo que le corresponde a Moisés; pero sus acompañantes no le dejarán solo: Aarón y Jur sostendrán la oración de Moisés con sus ayudas. ¡Un cuadro ejemplar!

La oración, cuando se realiza en común, cuando la hacemos juntos, está indicando que la situación dificultosa corresponde a todos: nadie puede levantarse de hombros; y siente cerca a Dios. Tal vez hoy estemos demasiado diseminados, seamos menos creyentes y no nos dé por orar.

La Iglesia celebra hoy el día del «DOMUND» con el lema Dichosos los que creen. Pero ¿dónde buscamos hoy la dicha? ¿En qué creemos hoy? Tratamos de engañarnos y no encontramos felicidad en nuestro interior. Nuestra débil fe no produce misioneros, ni provoca la escucha de los que sufren, para compartir con ellos nuestras riquezas, expresar en ellos nuestra gratitud y nuestra generosidad...

«Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Hermanos: cada vez deberíamos ser más conscientes de que ser seguidor de Jesús no es cosa de todos o de nadie, sino de quienes lo deseen. Y que quienes deseamos ser seguidores de Jesús no podemos estar cruzados de brazos, mirando, o quejándonos de que somos pocos. Nos corresponde tratar de responder con la mayor generosidad posible al gran regalo recibido, la fe, alimentándola con la oración y con la formación, como Pablo se lo indicaba a Timoteo. He ahí la importancia de la Catequesis de Adultos y de la oración comunitaria. Asumamos el reto.

 

sábado, 22 de septiembre de 2007

25º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Am 8, 4-7
1Tm 2, 1-8
Lc 16, 1-10

 

HOMILÍA

Hermanos: la liturgia dominical es el entorno en el que manifestamos la iniciativa de Dios. Los que creemos en Cristo Jesús confesamos que Dios es el autor de la vida, el que la alimenta y la conduce mediante su Espíritu, y quien nos brinda un Camino y una Palabra en su Hijo. Y la Liturgia es el ámbito en el que recordamos, celebramos y renovamos esa iniciativa de Dios y la confesamos salvadora.

Un día a la semana hacemos un alto en nuestras tareas y trabajos para ponernos a la escucha de Dios y al servicio desinteresado y generoso a nuestros hermanos, sobre todo los menos afortunados.

Pero estamos viendo que estas hermosas y humanas pretensiones se ven hoy día desmotivadas, se van enfriando y desfigurando, y nos vamos haciendo cada vez más esclavos de las necesidades que nosotros mismos nos hemos ido creando en aras de una sociedad de bienestar y bajo la batuta de la calidad de vida.

Sumidos en ese ambiente, nos da grima presentarnos a ese Dios que nos ama, porque en su amor se nos antoja exigente y en conflicto con nuestros intereses primarios. ¿Lo queremos confesar? Será la única manera de poder salir de nuestras esclavitudes a la luz del servicio mutuo, del perdón, del amor y de la libertad de los hijos de Dios.

Fijémonos en lo proclamado en la Liturgia de la Palabra de hoy: Dios es el único Señor a quien todo pertenece. Los bienes que disfrutamos no los podemos acaparar en detrimento de los más débiles. La acumulación por parte de unos trae la penuria de otros y el vicio y la podredumbre a quienes han acumulado.

En la Liturgia dominical podemos descubrir y confesar que el único Señor es Dios; que el dinero y las riquezas no deben esclavizarnos, y menos enfrentarnos y llegar a matarnos unos a otros...

Pero ¿verdad que en nuestros días no podemos prestar oído a estas palabras, ni siquiera cuando las oímos en la Liturgia?

Nosotros, acostumbrados a encender una vela a Dios y otra el Diablo no acabamos de posicionarnos de parte de Dios, pues sabemos que ello tendrá repercusión en nuestros bienes, en nuestros criterios de vida, en nuestro comportamiento...

Por eso necesitamos de la oración litúrgica de la que se habla en la segunda lectura que se ha proclamado. Lo primordial es la oración, que es confesar que la iniciativa pertenece a Dios; oración que se hace, en primer lugar, por las autoridades y por todos los hombres, pues Dios quiere la salvación de todos.

El Evangelio viene a sacarnos de nuestras situaciones de pecado, al alabar Jesús la astucia del administrador. Ello nos induce a no ser dejados y abandonados en nuestra relación con Dios; a no encender una vela a Dios y otra al Diablo; porque no podemos ser servidores al mismo tiempo de dos amos.

Pero todo lo que nos propone la Liturgia de hoy va tan a contracorriente, que nos exige mucha oración, escuchar una y otra vez esta palabra y sentirnos guiados, no a impulsos de las necesidades que os creamos, sino por el Espíritu de Dios que nos ama a todos y quiere que todos se salven.

¿Podemos en este proyecto de Dios aportar cada cual, libremente, nuestro grano de arena? Quienes asumen la palabra lo tienen claro: ¡merece la pena!

 

sábado, 30 de junio de 2007

DOMINGO XIII /C DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA

1Re 19, 16b. 19-21
Sal 15
Gal 4, 31b_5, 1. 13-18
Lc 9, 51-62

Hermanos: la liturgia de hoy quiere situarnos ante la vocación, su finalidad, sus consecuencias y la riqueza que supone colocar a Dios en el centro de las opciones de vida. ¿Podríamos aceptar la invitación, aunque nos parezca un tema de demasiado calado y hondura para estas fechas en que ya estamos de vacaciones o en medio de las fiestas patronales? Hagamos un esfuerzo.

Tal vez tengamos que convencernos primero de que es distinto ponerse al servicio de Dios, que pretender poner a Dios al servicio de uno mismo o de sus caprichos. Y deberíamos preguntarnos si estamos contentos con nuestra fe, si es ella la que orienta y rige nuestra vida diaria, o si, por el contrario, es nuestra fe un manto de quita y pon que nos lo echamos por encima cuando creemos que nos conviene.

La primera lectura nos ha presentado la radicalidad con la que responde Eliseo ante la invitación del profeta Elías, el hombre de Dios: se despide de su casa, y, de aquello que pueden constituir sus bienes y su poder, hace fuego con los aperos, en él asa la carne de los bueyes que se lo da en festín a sus criados, y, con las manos vacías, va en pos del hombre del Dios.

¿Qué nos indica esto? Que se puede confiar plenamente en Dios y abandonar por él aquellos bienes en los que uno ha confiado: la familia, el trabajo, la riqueza, el poder... ¡Claro que para ello hace falta valor! Pero Dios no abandona al que lo coloca en el centro de su vida y de sus decisiones; al que se le entrega por completo y de por vida; al que confía plenamente en él.

No sucede lo mismo con el que quiere nadar a dos aguas: quedarse con esto y también con lo otro: un poco de todo, por si acaso. Lo hemos visto en las recomendaciones de san Pablo a los cristianos de Galacia: si Dios, en Cristo  Jesús, nos ha liberado de la esclavitud de la Ley, no ha sido para hacer lo que nos da la gana, para entregarnos a nuestras pasiones, sino para convertirnos en servidores unos de otros; para amarnos como a nosotros mismos.

Sin una experiencia de Dios, sin un encuentro con él es difícil, si no imposible, que nos entreguemos radicalmente a él; podemos nadar a dos aguas, pero, en tal caso, nuestra fe no podrá aportarnos nada novedoso en nuestra vida.

Y es difícil hacer experiencia de Dios si nadie nos echa el manto, como Elías sobre Eliseo; si nadie nos llama, como Jesús a sus discípulos...

Y aunque nos llame y le sigamos, no será fácil colocarlo en el centro de la propia existencia, como lo hemos visto en los discípulos Santiago y Juan, a quienes Jesús regaña, porque no han entendido su misión como oferta salvadora de libre adopción: no han de acogerla por presión, o mandato, o bajo amenazas de fuego.

Jesús se nos muestra exigente consigo mismo, pero suave, indulgente y condescendiente con los demás. Ésta es la novedad en la que nos introduce Jesús que ha optado radicalmente por subir a Jerusalén. Nada ni nadie le apartará ya del camino, ni aunque le nieguen ayudas o no lo acojan.

Podríamos pedir unos por otros para hacer experiencia de Dios, para que podamos llegar a una entrega radical que se manifieste en la construcción de la familia, en el trabajo, en la participación ciudadana y en la entrega a la Comunidad.

Yo me atrevo a pediros que hoy roguéis por mí, para que mi entrega radical me lleve a ser exigente conmigo mismo y dulce y acogedor con los demás, con todos vosotros.

 

 

sábado, 23 de junio de 2007

LA NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA (24/06)

   

HOMILÍA

 

 

Hermanos: la Liturgia nos coloca una junto a la otra las figuras de Juan el Bautista, el precursor del Mesías, y la de Jesús de Nazaret. Las familias de ambos tienen además una semejanza destacable. Pero también se dejan entrever diferencias que a continuación subrayamos.

 

En la concepción y nacimiento del Bautista, el protagonismo lo ocupa su padre, Zacarías; en la concepción y nacimiento de Jesús es su madre, María, la que acapara el protagonismo. El padre de Juan, Zacarías, aunque es sacerdote dedicado al culto de Dios, vive una fe cargada de dudas ante él. Por el contrario, María vive una situación de entrega incondicional y gratificante a Dios, que le valdrá la alabanza de su pariente Isabel: bendita tú que has creído.

 

     Vamos a tener todo esto en cuenta a la hora de hacer la reflexión-oración de hoy. Acerquémonos a la figura de Zacarías: es sacerdote y le corresponde realizar la ofrenda; pero el ejercicio de su ministerio no está exento de dudas. ¿No os parece que bien puede ser la imagen de lo que somos nosotros? ¿No es verdad que también nosotros, aunque nos consideramos creyentes y practicantes, vivimos nuestra fe en un mar de dudas y hasta, en más de una ocasión, de vergüenzas por lo mismo? El silencio, el mutismo, de Zacarías constituye un signo. Pero el nuestro ¿a qué se debe? Nosotros no sabemos transmitir en nuestro entorno una experiencia de Dios; y no lo hacemos. En nuestras familias hace ya tiempo que se nota la ausencia de esta transmisión: nuestros hijos no pueden conocer a Dios, tener experiencia de él gracias a sus padres/madres. Es como si a Dios lo tuviéramos secuestrado en el silencio de nuestro mutismo.

 

     Sin embargo, a pesar de todo, hermanos, el Hijo de Zacarías y de   Isabel, Juan el Bautista asumió la tarea de preparar los caminos del Señor­. Al nacer él se soltó la traba de la lengua de su padre, Zacarías, que empezó a alabar y bendecir a Dios (¿nos dice algo esto?).

 

     Dando un paso más, fijémonos en la actuación del Bautista: preparaba el camino al Señor con voz ruda, discurso apocalíptico y amenazas, proclamando un Bautismo de conversión. No será ésa la actuación del Mesías: invitará a la conversión, pero desde la imagen de un Dios Padre, que nos ama, y, en su misericordia, nos perdona y nos ofrece la salvación de modo gratuito: la dulzura es lo que preside este anuncio, podríamos decir. ¿Será que el maestro que tuvo Juan era su padre, con dudas de fe, y la maestra de Jesús fue su madre, con una vida enteramente entregada a él?

 

     Tal vez se podría decir esto otro: que es preciso arar en profundidad una tierra apelmazada, y abonarla con largueza, si queremos que dé fruto la semilla que sembramos en ella. Esa acción puede molestar y hasta doler, exigir un tiempo y paciencia, tal vez. Ésa era la labor del Bautista. ¿Fructificaría en ella la tarea del Mesías? A ver si la asumimos en este día en que celebramos su nacimiento.

 

     Aceptemos la labor de arado que debe ejercer en nuestra vida la Palabra de Dios. Acudamos a su lectura y a la oración para tratar de preparar esa tierra que quiere dar frutos de fe. Promovamos la Catequesis y la celebración de los sacramentos para abonar la tierra....

 

     No lo pongamos en duda ni por un instante: semejante experiencia de Dios soltará la traba de nuestra lengua, alabaremos a Dios y nos convertiremos en Profetas de nuestro tiempo. No nos faltarán defectos; pero como Maria, estaremos entregados a Dios como hu­mildes servidores.

 

 

viernes, 15 de junio de 2007

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO /C


HOMILÍA

Hermanos: tal vez nos sintamos cada vez más incómodos en la celebración litúrgica, porque cada vez hacemos una vida más alejada de los valores del Evangelio, cada vez es más esporádico nuestro trato con Dios y cada vez nos sumergimos más en una sociedad competitiva en la que lo importante es quedar por encima del otro, no importa a qué precio. Incluso habría que decir que no es tan importante quedar por delante o por encima del contrincante, cuanto dejarle humillado.

Claro que no todas las personas de la sociedad en que vivimos funcionamos así. ¡Y menos mal! Pero es ése el ambiente en que nos desenvolvemos. Y en ese ambiente no nos atrevemos a manifestar otros valores, con los que nos sentimos más identificados, por temor a que se nos rían, nos desprecien, nos marginen… Y estamos tan hechos a esta sociedad y cultura que no podemos manifestarnos contra ella, al menos abiertamente, y en un campo (el religioso, el de nuestras relaciones con Dios) que nos resulta demasiado exigente y nos consideramos como muy lejos de poder dar la talla.

Los que acudimos a misa, a escuchar la Palabra de Dios, a compartir el pan de la misma mesa, sentimos en más de una ocasión la vergüenza y el peso de nuestro pecado, de nuestra acomodación al mundo, y nos sentimos incómodos cuando se nos pide que sepamos reconocer nuestro error, nuestros fallos, nuestro pecado… Buscamos excusas, culpables o cómo esconder nuestra culpa. Porque no nos sentimos acogidos, queridos, perdonados, sino sometidos a vejación y burla, a la aniquilación.

Sabemos sin embargo que nuestro pecado no lo pueden cubrir y ocultar una mentira tras otra, y que cada vez nos sentimos más incómodos. Esperamos encontrarnos con unos brazos acogedores, una palabra consoladora, una mano tendida que pueda rescatarnos del pozo en el que nos ha sumido nuestra culpa, nuestro pecado.

Y la Ley nos condena: el que la hace, la paga, nos dice; es implacable; nos exige una restitución que ¡cuántas veces! se nos antoja inalcanzable, o nos resulta imposible…, mientras quienes no han sido cazados se ríen de nosotros, del pecador.

Hace falta una fuerte experiencia de Dios, del amor y acogida de ese Padre misericordioso, para saber reconocer ante él el pecado, como la única manera de liberarnos de él, de vernos salvados.

La Liturgia de hoy nos invita a buscar esa liberación, y no en la Ley, sino más allá; no en el poder o la astucia o el dinero, sino en la humildad. Y nos parece tan costoso… ¿Nos puede servir la figura de David que nos ha brindado la primera lectura? Si a un insignificante como yo le cuesta reconocerse pecador, ¡cuánto más a un rey! Pero él se humilla, reconoce: y se ve liberado de su culpa.

Y la mujer pecadora del evangelio da muestras de su humildad, de su dolor, de su arrepentimiento…, porque se siente amada.

¿Podríamos sentir ese amor de Dios? ¿Podríamos sentirnos acogidos por la comunidad, por este entorno que hace presente a ese Dios Padre misericordioso?

Es, pues, una llamada, no sólo a cada uno para saber reconocerse pecador y estar dispuesto a ser acogido y perdonado, sino que constituye también una llamada a todos nosotros como comunidad, para que sepamos construir esos lazos de hermandad donde se haga visible el amor de Dios y estimule la conversión y la salvación.

 

sábado, 9 de junio de 2007

«CORPUS CHRISTI»: Sacratísimos Cuerpo y Sangre de Cristo

 

HOMILÍA

Hermanos: nos disponemos a celebrar este hermoso día del Corpus, en el cual nos acercamos al misterio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Y es justo preguntarnos: ¿Cómo lo hacemos? Es cuestión de proyectar una mirada retrospectiva: ¿qué fue de aquellas manifestaciones de religiosidad de antaño, cuando nuestras calles se llenaban de flores y cánticos y nuestros balcones se engalanaban para homenajear a la sagrada Eucaristía? Y no es cuestión de culpar a los curas o a la Iglesia, sino de sincerarnos ante Dios: lo más visible, lo que salta a la vista, y, sobre todo, al oído, es la vulgaridad y la blasfemia en que hemos caído. El santo nombre de la Eucaristía es pateado por doquier. La blasfemia contra Dios está en la boca hasta de niños y niñas... Sería tremendo si sólo hubiera esto.

Parece que las tradiciones que hemos recibido de nuestros padres, las devociones, las prácticas religiosas y el respeto nos humillan y esclavizan, y que hay que liberarse de todo ello, porque en nuestros días no tienen sentido alguno: no necesitamos tutelas divinas, el hombre es autónomo y libre... y pateamos y despreciamos el tesoro de tradición recibido de nuestros mayores.

Preguntémonos si esa actitud nos hace más libres, más humanos y hermanos y más respetuosos los unos para con los otros. Y salta a la vista que no. ¿Por qué nos empeñamos, entonces, en despreciar el tesoro recibido de nuestros padres? Tal vez porque no sabemos cómo usarlo: nos lo han transmitido sin "libro de instrucciones" —diríamos; porque no lo hemos acabado de asumir como propio; porque, como cultural y/o ambiental, aparece como marginado y marginal cuando se ha marginado la cultura que nos lo ha brindado. Y nos hemos quedado desnudos desde el punto de vista religioso.

Otros, por el contrario, no. Esos otros se aferran a la devoción a la Eucaristía. Y no creo que sea mejor esto que lo anterior. Porque esta actuación no nos lleva a la unión de hermanos, sino al "¡sálvese quien pueda!" Y no es lo que querría ese Jesús que se hace pan, alimento, de sus discípulos que se sientan a la misma mesa y reciben la encomienda de perpetuar el signo: darse a comer, que es lo que nos enseña la Liturgia de hoy y lo expresamos a través de la acción de Cáritas.

Hermanos: Dios nos quiere a sus hijos e hijas en torno a la misma mesa: asumiendo la responsabilidad unos de otros, sobre todo de los más necesitados, y que sepamos vivir disfrutando de compartir los bienes que poseemos.

Para ello, hermanos, deberíamos esforzarnos no tanto en pedirle a Dios en la Eucaristía fuerzas para hacerlo, cuanto en escucharle y responderle en la actuación diaria.

Las lecturas de la Liturgia de hoy nos brindan una buena oportunidad: la ofrenda del pan y vino no es algo inventado por Jesús; él, anterior a todos los tiempos, lo acepta de la tradición. Es algo que nos ha brindado también el apóstol al decirnos que Jesús, la víspera de la pasión, estando a la mesa con sus discípulos...

Pero, ¿qué pasa? Lo vemos en el evangelio, cuando Jesús les dice a sus discípulos: «dadles vosotros de comer». Los discípulos no saben qué hacer; quieren desprenderse del marrón que les ha caído encima, y le presentan a Jesús su imposibilidad. Y gracias que se ponen a las órdenes de Jesús. Es lo que deberíamos aprender nosotros: ponernos a las órdenes de Jesús. Porque entonces, aunque nos parezca escaso lo que tenemos, y tratar de conservar cada cual lo suyo, confiando en él tendríamos la seguridad de que llaga para todos, y nos esforzaríamos en compartirlo.

Es lo que nos enseña la Eucaristía, lo que Cáritas se esfuerza en hacer realidad; es lo que pretendemos los que nos sentamos a la mesa de Jesús, la de la Eucaristía. Tengámoslo en cuenta por encima de las devociones y privatizaciones, y, sobre todo, por encima de patear las tradiciones recibidas de nuestros mayores; porque una mesa compartida nos hace hermanos, respetuosos, solidarios y libres.

 

sábado, 2 de junio de 2007

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Prv 8, 22-31
Ro 5, 1-5
Jn 16, 12-15

HOMILÍA


Hermanos: litúrgicamente hablando, estamos en el tiempo que nos corresponde a nosotros: el Hijo de Dios glorificado en la Cruz ha exhalado su Espíritu sobre nosotros y nos ha enviado a ser sus testigos por todo el mundo.

Ya no tenemos excusas. Sin el Espíritu, había cosas que no podíamos comprender ni asumir; pero con él, y dejándonos guiar por él, podemos asumir la tarea que Jesús nos ha encomendado, que no es otra que la de ser sus testigos por todas partes, hasta el confín del mundo y de los tiempos.

Recordemos lo que Jesús nos ha dicho en el evangelio de hoy: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa».

¿No creéis que el Espíritu de Jesús debería hacernos adultos en la fe? Eso significa pasar de ser meros pedigüeños a ser servidores del reino, testigos del Resucitado. Quiero decir: Jesús confía en sus discípulos, y les encomienda, de la mano del Espíritu, la misión de ser sus testigos. En ellos podemos descubrir, al aceptar nuestra fe, que Jesús confía en nosotros y nos confía al Espíritu. En este Espíritu podemos caminar hacia la verdad completa. Esto es: nuestra fe no solamente nos hace dirigirnos a Dios con la confianza de hijos, sino que nos hace ponernos a su disposición, en todo momento.

Pablo, en la carta a los romanos, nos ha dicho que la fe nos ha puesto en camino de la salvación, porque mediante ella estamos reconciliados con Dios y justificados. No es, pues, que Dios esté esperando nuestras buenas obras para premiarnos por ellas, sino que, al aceptar la fe en su Hijo Jesús, Dios nos encomienda la tarea que ha iniciado en él. Jesús de Nazaret no desarrolló su tarea en solitario, sino que se rodeó de discípulos en quienes supo confiar a pesar de sus debilidades, hasta confiarles plenamente su tarea; los asoció a ella. En esa tarea, Jesús espera de cada uno/a de nosotros/as nuestra propia aportación.

Y podemos hacerlo si reconocemos que «por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta situación de gracia que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos, esperando participar de la gloria de Dios», como nos lo ha dicho Pablo.

Pablo está tan convencido de ello que no le echa para atrás la tribulación, el sufrimiento, que es inherente a la persona y su debilidad; sino que, por el contrario, la tribulación la entiende como fuente de paciencia.

En este Domingo de la Santísima Trinidad, hermanos, la Iglesia se asoma a la vida y oración de los/as contemplativos/as. Tal vez nosotros no entendamos su labor y no apreciemos su importancia en la vida de la Iglesia. Pero, de la mano del Espíritu, sí que podremos descubrir en la vida de los/as contemplativos/as una vida comunitaria (reflejo de la comunidad trinitaria de Dios), dedicada a la oración y el servicio humilde al mundo. ¿No representa esto el resumen de nuestra vida de seguidores de Jesús? Estamos llamados a formar en torno a él la gran familia de los hijos/as de Dios, que esparzan por el mundo «esa gracia en la que vivimos y de la que nos sentimos orgullosos«. Ellos/as lo hacen desde el encierro silencioso en los conventos de clausura y nos ofrecen en ellos el remanso para la oración y el encuentro con uno mismo y con Dios.

¿Será que aún no hemos descubierto esa gracia y vivimos acomplejados porque la fe nos supone una carga pesada que no la resiste nuestra vida? Si es así, aún no le hemos dejado entrar al Espíritu. Acudamos a él, para que derrame en nosotros la sabiduría que nos hará vivir en nuestro tiempo el gozo de ser hijos/as de Dios, colaboradores suyos en la construcción de un reino fraterno, reconciliado, respetuoso y en paz.

sábado, 26 de mayo de 2007

PENTECOSTÉS /C

(en ambiente electoral)

 
Homilía

Hermanos: la fiesta de Pentecostés constituye el gozo de recibir el gran regalo de Jesucristo glorificado: su Espíritu. No queremos decir que Dios nos envía "a secas" su Espíritu Santo, sino que, como respuesta al regalo de Dios, nosotros le hacemos una fervorosa acogida, porque al Espíritu lo necesitamos para nuestra vida diaria, para nuestro trabajo, para nuestro descanso, y para nuestros momentos difíciles, o de agobio, o de depresión...

Somos conscientes, hermanos, de que cuando descuidamos nuestras relaciones con Dios caemos presa de nuestras debilidades. Es que no podemos manifestarnos como hijos/as de Dios si no es a impulsos de su Espíritu. Sin él, el mundo nos atenaza entre sus garras y nos sume en sus dobleces y perversiones hasta llegar incluso a eliminarnos unos a otros.

Sin embargo, alineándonos a impulsos del Espíritu nos convertimos en constructores del reino.

Ser constructores del reino no significa estar todo el día metidos en el templo. Dios Hijo rasgó el cielo, y salió para vivir entre nosotros, y emprendió un camino que dejó en nuestras manos. Seguirlo significa ser constructores del reino; y es imposible serlo si no es a impulsos de ese Espíritu que el Resucitado nos regala.

En estos momentos, según la trayectoria iniciada por Jesús, tiene una concreción muy específica entre nosotros: cumplir con la obligación que tenemos como ciudadanos de participar en la construcción de nuestro pueblo, mediante la participación política.

Es, pues, nuestra conciencia cristiana la que nos impulsa a participar en la tarea política. Esa conciencia nos hará tomar en serio al que no piensa como uno mimo, y nos exigirá respetarlo por encima de todo, manifestándole nuestra opinión, que se canalizará a través del voto. Sabremos respetar el voto ajeno y aceptar el deseo de la mayoría.

A lo largo de la Pascua lo hemos visto y celebrado, y hoy mismo lo hemos escuchado en el evangelio: Dios quiere a sus hijos en una Sociedad en paz, y nos ha mostrado en su Hijo el camino para lograrlo: el Perdón.

Nos damos cuenta de las dificultades que tenemos en el respeto mutuo, la acogida, el perdón y el amor. Sabemos que nos cuesta, y mucho. Por eso es que Dios nos quiere regalar a su Espíritu vivificador, el Fuego que estimula y anima. Sepamos acogerlo; no lo desperdiciemos pensando que nos bastan las solas fuerzas propias.

Pidámosle con fervor a Dios, Padre / Madre que nos ama, que nos alineemos a impulsos del Espíritu para caminar por la senda abierta por Jesús en pro de una Sociedad reconciliada que sepa respetar, perdonar, y amar.

 

sábado, 19 de mayo de 2007

DOMINGO VII DEL TIEMPO PASCUAL /C

«La Ascensión del Señor a los cielos»

 

Hch 1, 1-11
Sal 46
Ef 1, 17-23
Lc 24, 46-53

 

HOMILÍA

Hermanos: al celebrar este día de la Ascensión del Señor Jesús a los cielos podemos manifestar la desolación de unos hijos que quedan huérfanos, o la ilusión de aquellos otros hijos que asumen el proyecto que sus padres les encomendaron y se aprestan a desarrollarlo.

Antes que nada, hermanos, asumamos la confianza depositada por Jesús en nosotros: él nos quiere testigos suyos en nuestro entorno. Para que podamos serlo, nos ha prometido que «os enviaré lo que mi Padre ha prometido: vosotros quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto». Es el Espíritu Santo del que nos ha hablado Pablo en la segunda lectura: «El Padre de la gloria os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo». Ese Espíritu, promesa de Jesús, regalo suyo, no nos abandonará, sino que siempre trabajará junto a nosotros en la tarea de la construcción del Reino que Dios ha iniciado en su Hijo.

Es, pues, imprescindible, hermanos, que nos acerquemos a Jesús, que en torno a él construyamos la comunidad, la Iglesia, que da testimonio del resucitado, si queremos conocer a Dios y llevar a cabo la obra que espera de nosotros. De lo contrario (que es como parece ser en la mayoría de los casos) concebiremos a un Dios que hace lo que me apetece y, si no, lo abandono. Pero ése es un dios-juguete que manipulo a mi antojo, y del que blasfemo a cada paso. ¿No es eso lo que vemos más comúnmente? ¡Qué pocas veces entramos en la alabanza a la que nos ha invitado el salmo!

Tal vez radique aquí nuestra gran dificultad: en que no consideramos nuestra fe como respuesta a la llamada de Jesús a formar en su entorno la Iglesia que sea su testigo en este mundo; sino como medio para conseguir de Dios algunos favores o una ayuda puntual en la dificultad.

¿Qué ha sido, o es, o puede ser Dios para nuestra vida, la diaria, la de cada día, y no para un momento puntual de dificultad? Para entenderlo hemos de acudir a la primera lectura, donde se nos ha presentado el contraste entre lo que Jesús quiere de sus discípulos y lo que éstos sueñan: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? - No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad». No debería preocuparnos la fama o el poder, ni la calidad de vida de la que tanto se habla ahora, ni la independencia personal o la autosuficiencia... Jesús quiere que tengamos otras preocupaciones: «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo»: es esto lo que Jesús quiere y espera de nosotros. Y esto, y no otra cosa, lo que significaría ser creyente en Jesús.

Asumámoslo, pues: para responder a las expectativas que Jesús tiene puestas en nosotros necesitamos formación, Catequesis de Adultos; necesitamos acercarnos a la Palabra, vivir nuestra fe como auténtica vocación y con proyección eclesial.

¿No supone esto un cambio en nuestra manera de concebir la fe? Pues habrá que ir dando pasos en esa dirección a impulsos del Espíritu. Uno de ellos podría ser el apuntarse para la oración del sábado que viene a las 8 de la tarde, la Vigilia de Pentecostés, a la que os invito a quienes deseéis ir dando pasos en este sentido.

Que el Espíritu, regalo de Cristo glorificado, nos lleve a gustar de la sabiduría de Dios y a ir formándonos y haciéndonos participar en la vida de la comunidad para ser sus testigos en toda nuestra existencia.


viernes, 11 de mayo de 2007

VI. DOMINGO DE PASCUA


«Pascua del enfermo»

HOMILÍA

Hch 15,1-2. 22-29
Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8
Ap 21,10-14. 22-23
Jn 14,23-29

 
Hermanos: decir que los enfermos constituyen el tesoro de la Iglesia no pretende decir que la Iglesia nos quiere a todos enfermos, o impedidos, marginados o pobres, sino que son ellos el lugar en el que se manifiesta el grito desgarrador de Dios y donde lo podemos socorrer e invocar.

Que Dos no desea nuestro mal, nuestra enfermedad, lo vemos claramente en la vida de su Hijo Jesús, que libera de la esclavitud de la enfermedad a cojos, lisiados, ciegos, leprosos... El sufrimiento, la enfermedad, nos manifiesta la precariedad del hombre, una precariedad que atrae al corazón solidario y compasivo, misericordioso, o, por el contrario, se impone como poder del Maligno.

En esta Pascua del Enfermo, por tanto, escuchemos la llamada de Dios y de la Iglesia a compartir su dolor, su postración, asumiendo su situación.

Hoy es el día en que tememos más al dolor que a la muerte. ¿Verdad que cada vez nos dice menos el hecho de que en la muerte Dios nos espera para hacernos disfrutar de él por toda la eternidad? Tal vez por eso no nos dice nada la visión apocalíptica de la segunda lectura: la ciudad segura, abierta a los cuatro vientos, fundamentada sobre los nombres de los apóstoles, y donde ya no se le invoca a Dios en el templo, sino que se disfruta de su plena presencia y luminosidad.

Pero atrevámonos a concederle a Dios la iniciativa. A Dios no le hace falta premiar nuestros méritos. Nos ofrece su gloria en bandeja. ¿La vamos a despreciar y rechazar porque preferimos los gozos temporales? ¿Los vamos a tratar de comprar con prescripciones, imposiciones y ritos, como lo hemos visto en la primera lectura?

El Jesús del evangelio apela a nuestro amor. Nos pide que lo amemos como él nos ha amado: esto es, combatiendo el mal, poniéndonos al servicio unos de otros, entregando la vida. Lo haremos, seremos capaces de hacerlo, si lo amamos.

Y hay una forma de hacerlo: buscándolo en el evangelio, en el necesitado y en la propia entrega. No precisa de falsos preceptos, o ritos vacíos de contenido, o privaciones que nada tienen que ver con la asunción de la propia precariedad...

Tomemos el ejemplo de los apóstoles. No es cuestión de que cada cual haga lo que le parezca, ni tampoco de imponer cargas culturales, sino de que vivamos la unidad y la libertad de los hijos de Dios, que se reúnen en torno a la oración, al servicio de los más débiles.

¿Hemos pensado que podemos ser servidores de nuestros impedidos, enfermos y ancianos, dándoles la oportunidad de rezar, acercándoles los sacramentos, y acompañándoles en momentos de soledad? Sabed que la Pastoral de la Salud es la más gratificante en estos momentos. Que hay gente que podría pasar un rato acompañando a un/a enfermo/a...

Tengámoslos en cuenta en nuestra Eucaristía, como también a nuestro santo padre el Papa Benedicto, en tierras de Brasil: para que en su viaje a Aparecida manifieste que son los pobres y los enfermos el tesoro de la Iglesia, el motivo de nuestra reunión en torno a la mesa de la Eucaristía.

 

 

LECTURAS

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 15,1-2. 22-29 

En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia.

Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y les entregaron esta carta:

«Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.

Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»

 

 

Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8

R. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
 

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros:
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
 

Que canten de alegría las naciones,
porque riges la tierra con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.
 

Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga;
que le teman hasta los confines del orbe. 

 

Lectura del libro del Apocalipsis 21,10-14. 22-23 

El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios.

Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido.

Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel.

A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas.

La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.

Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.

La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

 

Lectura del santo evangelio según san Juan 14, 23-29 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

- El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.


sábado, 5 de mayo de 2007

V. DOMINGO DE PASCUA /C: «Clero indígena»


Hch 14,21b-27
Sal 144
Ap
21,1-5a
Jn 13,31-33a. 34-35

 

HOMILÍA

Hermanos: a lo largo del tiempo de pascua vamos recorriendo los grandes episodios de nuestra fe. Se funda ésta en la Resurrección: una acción de Dios que constituye una llamada para nosotros (vocación), y decidimos escucharla y responderle con nuestra vida. Asumimos la vida que Dios nos presenta en su Hijo, y vamos sus seguidores formando el nuevo pueblo que lo hará presente entre los hombres.

Hemos seguido con atención las dudas y desánimos que sufrieron los primeros discípulos; hemos sentido la fuerza de cohesión que suponía en ellos el recuerdo del Resucitado; hemos admirado la valentía del testimonio de los discípulos y la alegría con que soportaban la persecución, las palizas y los ultrajes que les inferían los judíos. Así va formándose la primera iglesia: muy "a lo humano".

Y, cuando digo "muy a lo humano", quiero decir con todo lo que implica: aciertos y desaciertos, errores y horrores, arrojo y valentía, servicio y entrega, pero también flaquezas, intereses, deserciones, retrocesos, etc. Pero no por ello los barre Dios con la escoba de su ira. Él sabe esperar: es paciente; confía en el hombre, su hijo.

¡Qué bien haríamos en conocer esta Iglesia, que es la nuestra! Si supiéramos sentirla nuestra, tratando de conocerla cada día más y mejor, la amaríamos cada vez más; y cada vez más nos entregaríamos a su servicio. Pues lo que confesamos a través de las Escrituras (lo hemos proclamado en la segunda lectura) es que Dios lo hace todo nuevo. La novedad radica en que ya no va cada cual a lo suyo, sino que cada cual es capaz de entregar lo que considera suyo para provecho de la comunidad. Así se entendían las palabras del Maestro en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis... como yo os he amado.

Hermanos: tras muchos años de cristianismo, damos la impresión de que estamos cansados, de que nos hemos retirado de la acción del servicio, de la entrega y de la colaboración, y nos hemos convertido en consumidores de productos religiosos y censores de los errores de la Iglesia. Y necesitamos un revolcón.

Unámonos a esta Iglesia que celebra la jornada del clero nativo, que es como decir que cada cultura y cada pueblo necesita de hombres y mujeres vocacionados que sirvan como animadores, estímulo y acicate para poder acercarse a Jesús, conocerlo y amarlo, y, por la fuerza de su Espíritu, amarse como él nos amó.

Hemos visto los incansables trabajos que asumen Pablo y Bernabé recorriendo las diversas comunidades que van creando y van surgiendo. Van nombrando en ellas responsables a los que exhortan a permanecer firmes en las dificultades. Porque no es nada fácil vivir en coherencia con lo que predicamos; por eso los encomiendan al Señor, y son asiduos a la oración y al ayuno.

¿No necesitamos también nosotros esa vitalidad que muestran las nuevas iglesias? Ellas tendrán otros problemas, tal vez los de tener que acomodar a su mentalidad la que envuelve a nuestra iglesia, occidentalizada y enriquecida, alejada de los pobres, los humildes y los nadie en muchos lugares. Que las nuevas iglesias no caigan por esas pendientes.

Pero que, al orar por ellas, tengamos en cuenta que nosotros tenemos que salir del pozo en el que estamos metidos: la desgana, la comodidad, el ritualismo, la dejadez, la falta de participación... Despertemos para hacer realidad el mandato de Jesús de amarnos como él nos ha amado, empezando por poner en juego, al servicio de la comunidad, nuestras capacidades. Revitalicemos la vida parroquial: veamos que el Espíritu nos está impulsando a hacer nuevos los tiempos que vivimos. Agradezcamos a Dios el don de la fe, y pidamos vocaciones autóctonas y profetas que sean acogidos en su propio pueblo.

 

V. DOMINGO DE PASCUA: «Clero nativo»


Hch 14,21b-27
Sal 144
Ap
21,1-5a
Jn 13,31-33a. 34-35

HOMILÍA

Hermanos: hace ya algún tiempo que la Iglesia dedica un domingo de Pascua a los enfermos; concretamente el sexto (esto es: el próximo domingo), celebrando la «Pascua del Enfermo». Esta dedicación nos pone en contacto con la siguiente realidad: para la Iglesia, el enfermo, el retirado, el disminuido... es una persona que merece especial atención, como manifestación del Cristo sufriente. Desde siempre ha practicado la comunidad eclesial una atención preferente con sus enfermos, y ha instituido el Viático, la santa Unción de Enfermos y otras varias atenciones y exención de obligaciones. Hoy es el día que la pastoral de atención al enfermo constituye la fuente de —podría decirse— las únicas alegrías que proporciona la pastoral.

¿Os habéis fijado en la primera lectura? ¿Qué dificultades encuentra la proclamación de la Palabra de Dios entre los propios creyentes! Los discípulos se encuentran con el rechazo visceral y violento de los judíos, y con gran valentía proclaman su dedicación a los gentiles. ¡Qué alegría la que los gentiles manifiestan, al contrario que los judíos! Debería hacernos pensar. ¿No estaremos nosotros demasiado seguros de nosotros mismos, tanto nosotros en nuestras prácticas religiosas, como en su rechazo los que las han abandonado? Tengamos en cuenta, desde esta realidad, al Clero Nativo.

En la segunda lectura hemos proclamado el deseo de Dios, la novedad, el deseo de hacerlo todo nuevo; lo cual implica su cercanía para con su pueblo, sus hijos... Pero hemos de confesar que la cercanía de Dios nos da miedo, nos impone. Preferimos que él esté en su sitio. ¡Como si su sitio se lo tuviéramos que asignar nosotros a Dios! Los pueblos que llamamos atrasados nos enseñan a sentirle cerca de Dios.

Bien que hemos podido ver que el sitio de Dios somos nosotros, sus hijos, sobre todo los más débiles, los desvalidos: enfermos, pecadores, prostitutas, marginados, niños, viudas, sin recursos, etc. Contra ese deseo de Dios, nosotros hemos ensalzado una sociedad de jóvenes, de sanos, de pudientes y poderosos, que oculta sus debilidades y miserias, y margina lo débil, retira de la circulación al enfermo o no-válido, e, incapaz de reconocer sus debilidades, hace ostentación de sus poderes y margina a Dios. No lo necesita. Ya se vale por sí mismo. Lo rechaza incluso blasfemando. Escandalizamos al mundo.

En medio de esta realidad que nos envuelve, a nosotros, los que venimos a escuchar la Palabra de Dios, a compartir una misma mesa y a hacer un mundo nuevo, se nos proclama que «en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros como yo os he amado». No se nos reconocerá en que somos practicantes, o rezadores o si invocamos públicamente a Dios, sino en que nos amamos. Y no de la manera como nos parezca, sino como él nos ha amado.

Tal vez porque Jesús es muy exigente nosotros nos escudamos en nuestras prácticas religiosas, pensando que a través de ellas ponemos a Dios a nuestro servicio. Cuando la verdad es que Dios desea entre nosotros la novedad que supone ese amor suyo compartido: un mundo nuevo en el que no se oculta la debilidad, sino que se comparte y se sufre en el amor, en la dedicación al enfermo, al anciano, al débil, al disminuido... Algo natural en países pobres.

¿Cómo podemos privar a nuestros mayores y a nuestros enfermos, de la alegría de los sacramentos? ¿No está esto acusándonos de que hemos marginado a Dios y por eso no sabemos hablar de él, con él, ni compartir con los más necesitados su alegría? Que el cura tiene demasiado trabajo no es excusa, porque la parroquia debería montar un grupo de «pastoral de la salud».

Hermanos: que la Pascua del Enfermo nos haga descubrir el gozo y la alegría que supone dar entrada a Dios en la propia vida. Dios nos saca de nuestras debilidades y miserias; nos hace compartir su gozo y alegría, y hace brotar en nuestro entorno la novedad de sentirnos hermanos queridos.

Acerquémonos a María en este mes de mayo dedicado a ella. Apren­damos de María a estar a la escucha, al servicio, siempre atentos, para responder de la única manera que se puede responder a Dios: con un "SÍ" pronunciado a pleno pulmón.

 

sábado, 28 de abril de 2007

DOMINGO IV DE PASCUA /C


Hch 13, 14.43-52
Sal 99
Ap 7, 9.14b-17
Jn 10, 27-30

HOMILÍA

Hermanos: el cuarto domingo de Pascua nos presenta en su evangelio a Jesús como pastor. Por eso es considerado como el domingo del Buen Pastor, y también como el domingo dedicado a las vocaciones religiosas. Si rascáramos un poquito la superficie de nuestro corazón de creyentes en seguida aparecería que el seguidor de Jesús es un vocacionado, un llamado. Está llamado por Dios a mantener con él unas relaciones de amistad y a dar razón de esas relaciones; está llamado/a a proclamarlas con su palabra y con su forma de vida, que no es otra que la vida que le va mostrando en su Hijo Jesús.

Esto significa que tanto yo —cura— como tú —laico/a—somos los dos vo­cacionados. En el Bautismo manifestamos nuestra decisión de responder afirmativamente a la llamada de Dios: renunciamos a todas las manifestaciones del pecado, y abrazamos el tipo de vida al que Dios nos llamaba, manifestado en la Escritura, en su Hijo, y concretado en la vida comunitaria de la Iglesia.

En la primera lectura de hoy se nos presenta esta realidad con una claridad diáfana: los apóstoles (en el caso de hoy, Pablo y Bernabé) daban un testimonio valiente de Jesús ante los judíos: conseguían muchos seguidores hasta el punto de suscitar la envidia de los judíos recalcitrantes, que organizan una persecución contra ellos. Los apóstoles no se les enfrentarán, sino que les recordarán el mandato recibido de Jesús: dedicarse primero a ellos y, si los rechazan, volverse a los paganos, a fin de anunciarles también a ellos la salvación que otorga Dios.

¿Descubrimos, hermanos, lo que está en juego? No es la salvación eterna lo que está en juego, pues, como se ha proclamado en la segunda lectura de hoy «gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua estaban de pie delante del trono y del Cordero». Es que la sangre del Cordero ha lavado las manchas de pecado en todos/as los/as vivientes, que ahora disfrutan del canto celestial por toda la eternidad.

Lo que está, pues, en juego, es esto otro: ¿Cómo disfrutamos, nosotros que lo conocemos, del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, y se lo hacemos disfrutar a quienes lo desconocen? ¿Cómo vivimos, o concretamos en nuestra vida, la vocación, la llamada, que Dios nos otorga? Dios nos llama a vivir esta realidad y a darla a conocer. ¿Vivimos como Dios espera de nosotros, como vocacionados/as, como quienes han respondido afirmativamente a la llamada, a la invitación de Dios? ¡Esto es lo que está en juego!

Es aquí donde encontramos la vocación: en el deseo de responder afirmativamente a esta invitación que Dios nos hace, en su Hijo Jesús. Pero muchos, o porque no lo saben, o porque tienen otras preocupaciones o prioridades, no quieren entender así su vida.

Puede resultarnos clarificador el odio que presentan los judíos y la revuelta que organizan contra los apóstoles. Ellos, como creyentes, siguen a Moisés y obedecen la Ley, y, en su cumplimiento encuentran la salvación..., y sienten que Pablo y Bernabé los quieren desviar de su camino de salvación, presentándoles a Jesús, muerto como proscrito, como el único en cuyo nombre se otorga la salvación; y, además, una salvación universal, que no se limita exclusivamente al pueblo judío; porque en Jesús todos somos hijos/as de Dios. Aquellos judíos eran creyentes, servidores del Dios que les había liberado de Egipto, y se esforzaban en cumplir la Ley, y por ello alcanzaban la salvación... por lo que rechazan la oferta que Dios les hace en su Hijo, que era lo que les presentaban los apóstoles Pablo y Bernabé. ¿Es nuestro caso?

Deberíamos contemplar nuestra fe y nuestra relación con Dios con gran humildad. Seríamos como aquellos judíos si creyéramos que por no hacer nada malo, u oír misa, o cumplir a nuestra manera algunos preceptos de la ley, alcanzamos la salvación. En tal caso, no prestaríamos oído a la llamada, a la invitación de Dios, y no podríamos responderle como personas vocacionadas.

Si, por el contrario, confiamos en Jesús, trataremos de escuchar en él cada día la invitación de Dios: a hacer comunidad, entablar relaciones de amistad con Dios, al servicio, al perdón, a la construcción de la Paz, a la solidaridad con los marginados y pobres..., a todo aquello que Jesús hizo realidad en su vida. Para ello acudiríamos a las Escrituras, a la escucha de la Palabra de Dios, a la oración comunitaria, a la celebración de la Eucaristía como sacramento de unidad.

Hermanos: de verdad que sería fuente de gozo y alegría este tipo de respuesta vocacionada a Dios. La vida de vocación da su fruto: hace brotar en su entorno nuevos/as vocacionados/as, y se va haciendo realidad la voluntad de Dios.

Necesitamos hombres y mujeres con vocación: pidámoslos.



sábado, 21 de abril de 2007

III. DOMINGO DE PASCUA «C»

HOMILÍA

Hch 5, 27b-32.40b41
Ap 5, 11-14
Jn 21, 1-19

 

Hermanos: el Tiempo Pascual es la época del año que nos viene con la esperanza renacida, con una naturaleza que va despertando de su letargo invernal y con una luminosidad que va adueñándose de todos los rincones oscuros. ¡Todo un presagio! Es la época en que, si nos acercamos al misterio de la resurrección, podemos vernos revitalizados y reconfortados en nuestra fe. Y ¿verdad que lo necesitamos?

A veces nos da la impresión de que los postulados doctrinales han de ser inamovibles y nos aferramos a ellos (recordemos a los del Sanedrín, con el Sumo Sacerdote al frente); otras veces nos contentamos con hacer algún bien, o algún favor o una limosna, pero que no se toque nuestro modo de vida. Hoy Cáritas nos invita a solidarizarnos con los "sin techo", a compartir con ellos nuestros recursos económicos.

Pero ¿verdad que lo que echamos en falta es la comunidad, el sentirnos arropados y haciendo todos lo mismo, y tenemos la sensación de que cada cual va "a su bola"?

La segunda lectura nos ha alertado en el sentido de que el cántico celestial no es una competición de voces y de protagonismos, sino que todos a una cantan las glorias del Cordero Degollado: ésa es la liturgia celestial que, de alguna manera, queremos anticiparla nosotros en la nuestra.

Este tiempo pascual puede ayudarnos en su consecución. Pero tengamos en cuenta que Dios no va a obligarnos; respeta nuestra libertad. Dios nos convoca a disfrutar de los misterios que nos manifiesta en su Hijo y, para participar de ellos, nos concede su Espíritu. Pero, fijaos en el evangelio de hoy: ante la decisión de Pedro (cabeza del grupo) «me voy a pescar» el grupo responde sin dudarlo un momento: «vamos también nosotros contigo».

Esto es: es preciso el arrojo, la entrega, la decisión, para salir de una situación en la que podamos estar estancados, como los del Sanedrín, o los discípulos en el Cenáculo. Pero no basta: «bregaron toda la noche sin pescar nada».

El evangelio nos presenta a Jesús como aquél que hace productivo y provechoso el trabajo, que nos invita a una mesa (es la eucaristía) a la que hemos de aportar lo nuestro («traed de los peces que habéis pescado»), y cambia totalmente nuestra vida de temores y complejos (las tres negaciones) en una vida entregada: «apacienta mis corderos».

No es, pues, cuestión de encerrarnos en nuestras costumbres, ni en nuestros esquemas doctrinales, ni en nuestros complejos, miedos y titubeos, ni tampoco en prácticas religiosas improductivas. Necesitamos una experiencia personal («¡es el Señor!») y grupal de Jesús. La Eucaristía dominical nos da oportunidad para ello. Pero algo tenemos que poner de nuestra parte. Y ese algo no es, precisamente, la excusa de que por algo habremos venido a misa, o yo ya colaboro con Cáritas, sino que hay que ponerse a disposición del Espíritu, para que la novedad del hombre nuevo nacido de la Resurrección, se note en su vida diaria, en sus acciones solidarias y en su liturgia dominical. Es preciso que nos vayamos concienciando de que hemos de pasar de contentarnos con cumplir o colaborar, a asumir responsabilidades, comprometernos con el servicio a la comunidad y la realización de una liturgia atrayente y atractiva que se desarrolle en la transformación de esa sociedad que reclama la presencia de Dios para que brille en ella la entrega, la solidaridad, el perdón, la paz y el amor.

Ojalá, pues, que nuestros encuentros en la liturgia dominical nos proporcionen un encuentro con el Resucitado, y que los conviertan en imagen de la liturgia celestial. Ojalá sea el mismo Jesús resucitado el que encontramos preparándonos la mesa en la que se operará la transformación de nuestra vida, en la cual le negamos no tres veces sino trescientas veces a Jesús, y nos ponga a servir a nuestros hermanos.

Respondamos agradecidos a Dios. No nos arrepentiremos de ello.

 

sábado, 14 de abril de 2007

DOMINGO II. DE PASCUA /C


Hch 5, 12; 16
Ap 1, 9-11ª.12-13.17-19
Jn 20, 19-31

 

Hermanos: la Iglesia se ve desbordada por la alegría que rezuma el acontecimiento pascual. Dios no ha permitido que el justo, rechazado injustamente y condenado a la muerte, quedara en sus garras. Lo ha confirmado como Señor de la Vida. Es lo que se nos ha proclamada en la visión del Apocalipsis: «Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo».

Estas palabras que a Juan le parecen lo máximo que se pueda decir, a nosotros nos dejan tan fríos, apenas nos dicen nada, no nos mueven en absoluto, no motivan nuestra alegría y el agradecimiento a ese Dios, autor de la vida que la corona en la gloria, aunque los poderes, la ignorancia e incluso la religiosidad son capaces de tildarla de condenable. Nuestra vida, pues, tiene un final feliz: nos lo asegura Dios en su Hijo Jesús y en nosotros no provoca alegría.

Es la voz que suena estentórea, como el sonido de trompeta, lo que hace volver a Juan. Cuando se vuelve, es decir, cuando se pone cara a Dios, cuando se convierte, es posible ver que la gloria no está reservada y limitada al templo de Jerusalén (representado en el candelabro de siete brazos) sino que se abre a todos los rincones en que se invoque su nombre (representada esta realidad en los siete candelabros, número que expresa multitud).

Pero ¿verdad que esta visión nos encuentra despistados, mirando hacia otra parte, encerrados en nuestras prácticas religiosas, nuestras concepciones y convicciones individuales y complejos propios del tiempo y de las modas que nos toca vivir?

Nunca ha sido fácil creer. La fe es una aventura que compromete; no es nada clara; es una apuesta que se hace comprometiendo la propia vida... ¿Y si después no hay nada? ¿Voy a perderme la oportunidad de disfrutar de los placeres del presente?

¡Qué poco hemos entendido! ¡Como si quien confía plenamente en Dios y se entrega por entero a él no disfrutara plenamente de la vida! ¡Cuánto confiamos en lo que el mundo nos ofrece! También los discípulos estaban demasiado atados a sus tradiciones y confiados en ellas y no querían aceptar la resurrección; la consideraban cosa de mujeres imaginativas. Se resistían tanto, aunque era algo que se les imponía, que Juan pone en boca de Tomás lo que diría cualquiera de nosotros para defenderse en su postura solitaria, marginal: Si no meto mi dedo en el agujero de los clavos...

La fe en Jesús, lo vemos en Tomás, no puede vivirse en solitario, cada cual a su bola, como podemos pretender en nuestros días. O se vive en comunidad, o no hay presencia del Resucitado; o se expresa en la fraternidad de una mesa como la de la Eucaristía, o cada cual se encierra en sus prácticas religiosas que no aportan alegría pascual, la que sana, la que hace plantearse la propia vida y adherirse al grupo de los salvados.

Y nosotros, en estos tiempos que nos ha tocado vivir, nos empeñamos en seguir las normas de estos tiempos: nos refugiamos defensivamente en la intimidad propia, prescindiendo de los demás, buscando el propio beneficio, tratando de no molestar a nadie..., sin darnos cuenta de que el gesto de Dios en su Hijo es reunirnos en torno a la misma mesa.

La mesa de la Eucaristía no es para que quien quiera se alimente cuando necesite ser fortalecido para poder disfrutar de todo lo que posee, sino la mesa donde se plantean las necesidades de los comensales y de los del entorno; la mesa en la que el Resucitado se hace presente y lanza a los convocados, rotas las paredes y los complejos que atenazan, a hacer realidad el perdón y la paz; la mesa donde se fragua la nueva humanidad, la del hombre guiado por el Espíritu que confía plenamente en Dios, y no en el poder de la ciencia, la sabiduría, la cultura, la política, el dinero, la comodidad, el placer...

Si queremos, pues, contagiarnos de la alegría pascual no tenemos más remedio que volver nuestra mirada a Dios, convertirnos, dejarnos ganar por ese Jesús en quien Dios nos lo dice todo, y vivirlo juntos en la mesa en que se hace presente, la mesa de la Eucaristía, que compromete toda la vida a vivir como salvados que ganan adeptos a los que les hace vivir la alegría pascual.

No podemos, pues, procurarnos la salvación individual. Dios nos exige compartirla en la mesa cuyo centro ocupa el Glorificado, y del que brota el Espíritu del Perdón y de la Paz.



sábado, 24 de marzo de 2007

V. DOMINGO DE CUARESMA /C


HOMILÍA

Hermanos: «No recordéis las cosas pasadas, no penséis en lo antiguo. Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo veis?»

¿Verdad que no? ¿Verdad que no lo notamos, porque nos empecinamos en devolver el mal recibido o en hacer pagar las deudas del pasado?

Estamos convencidos de que una cosa es perdonar —y hay que saber perdonar—, y otra bien distinta es olvidar; y no hay que olvidar, si no se quiere caer en los mismos errores cometidos en otro tiempo.

Pero no es ese olvido el que nos pide la Escritura, hermanos. Haciendo alusión a la esclavitud sufrida en Egipto, Dios pide a su Pueblo que no añore "los ajos y cebollas y la carne que han quedado atrás": hay que olvidar aquella situación.

Entre nosotros, si queremos construir una sociedad reconciliada, ¿verdad que tenemos mucho que olvidar? ¡Qué duda cabe que tenemos que perdonarnos, y mutuamente!, porque nos hemos infligido mutuo daño. Pero ¿verdad que aparecen situaciones de venganza y deseos de devolver incluso lo no sufrido?

«Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis?» Estoy convencido de que nos va a costar notarlo si no nos sumamos al carro de Pablo, quien, una vez encontrado a Cristo, considera basura, estiércol, lo que antes consideraba ganancia: como era el cumplimiento de la Ley, la observancia de las normas y la tradición. Cristo le da otra perspectiva de vida; en ella se condena el mal, se combate la injusticia, el dolor, la miseria, el daño..., pero se trata de salvar al malhechor, al injusto, al miserable, al damnificador... ¿Verdad que nos puede parecer paradójico?

Llevados por el rechazo y condena del mal y del pecado que vemos en nuestra propia vida, podemos llegar a la acusación pública del débil: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio...», tratando de ocultar nuestra miseria en la condena del inocente o débil (a Jesús le ponen entre las cuerdas, pues, o infringe la Ley o su misericordia es de pacotilla...).

¿No podríamos superar este juego diabólico? «Mirad, voy a hacer algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notáis? » Escuchemos la voz del profeta; montemos en el carro del apóstol; oigamos como en un estruendoroso eco aquellas palabras de Jesús: «Quien de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra», y reconozcamos la novedad que Dios quiere operar en nosotros.

Para ello es preciso creer, fiarse de las palabras del Evangelio, depositar la confianza plena en ese Jesús que es la novedad, que nos conduce por las sendas del perdón, del olvido, de la acogida, del respeto, de la ayuda, del reconocimiento mutuo en última instancia.

La fe, la confianza en Dios, el considerar basura o estiércol todo lo que no sea Cristo desde que se le ha encontrado y abrazado, nos lleva a la auténtica novedad que no tiene en cuenta el pasado, lo que se ha podido sufrir en él...; hace superar las venganzas y las hostilidades y esperar el nuevo amanecer.

Pero escondemos tantos recovecos en los pliegues de nuestro corazón... Escondemos tantas zonas oscuras que tememos se descubran, que tratamos de que los demás se fijen en una mujer sorprendida en flagrante adulterio.

Sabemos muy bien que la condena de otros, por muy culpables que sean, no nos justifica, y carga una injusticia más sobre nuestras espaldas. Prestemos, pues, atención a la Escritura, que es el alimento para nuestra vida cotidiana: convenzámonos de que es preferible confiar en Dios, aunque nos tilden de ingenuos o de algo peores, y, olvidando el pasado, mirar esperanzadamente al futuro. Ello nos llevará a no guardar rencor, a estar dispuestos tanto a perdonar como a pedir perdón, y a prepararnos para vivir en una sociedad reconciliada, donde no se le recuerden a uno los pecados de su infancia ni los cometidos por sus padres, sino que sabiéndose deudores unos de otros, se respeten, acojan y ayuden mutuamente.

Puede parecer una ingenuidad. Pero el Evangelio nos invita a apostar por ella. Allí empezaron a escabullirse empezando por los más ancianos. En nuestros tiempos puede que tengamos hecha tal costra que empezamos a lanzar las piedras. Pero Jesús apostó porque no fuera así y manifestó la novedad que propone Dios, y que la haremos realidad si sabemos acogerla.

¿Preferimos encerrarnos en nuestras viejas luchas o recientes odios y venganzas, o confiaremos en que la escucha de la Palabra y el acercamiento a Jesús nos puede renovar? La invitación de Dios está sobre la mesa. Somos nosotros los que tenemos que aceptarla.

Es preciso abrir los ojos y todos los sentidos para ir percibiendo lo que está brotando casi imperceptiblemente; pero todos ansiamos una sociedad reconciliada que mire a la novedad de que el pasado no nos atenace. La fe puede darnos aliento. No a rechacemos.

 

sábado, 17 de marzo de 2007

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA /C

 

HOMILÍA
 

Hermanos: en el marco de nuestras «Misiones Diocesanas» y con el lema «CON LOS POBRES CONTRA LA POBREZA. POBREEN ONDOAN POBREZIAREN AURKA» celebramos la Liturgia de hoy, cuando otras diócesis conmemoran el «Día del Seminario». ¿Nos damos cuenta? ¿Qué nos dicen hoy nuestras Misiones Diocesanas o el Seminario? Bien poco. O apenas nada. Y ¿podemos ser seguidores de Jesús sin curas o sin compartir nuestra fe, sin testimoniarla? Si pensamos que sí, es que no hemos optado aún  por ella. Sigue siendo algo que se nos ha impuesto, pero no lo hemos asumido... A ver si las lecturas proclamadas nos ayudan a dar un paso más en nuestro proceso de conversión cuaresmal.

Los israelitas, con Josué al frente, están a las puertas de la Tierra Prometida. El Señor Dios va a introducirlos en ella. El signo con el que lo han expresado ha sido la circuncisión y lo están celebrando: han dejado atrás la esclavitud de Egipto y las calamidades y padecimientos de los 40 años de Desierto.

En la segunda lectura hemos asistido a otra entrada, la entrada en Cristo: «si alguien vive en Cristo es ya una nueva criatura" nos ha dicho Pablo, y nos ha instado a dejarnos reconciliar, como signo de esta entrada en Cristo: «En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios —nos ha dicho—.

Lucas, en su evangelio, en una sucesión de parábolas que muestran la misericordia de Dios, y cuyo culmen es la del evangelio de hoy, nos ha presentado a ese Dios: se desvive por sus hijos, y a cambio recibe el desinterés o el desprecio de los mismos. Ese padre, que es Dios, es pura donación y misericordia, quiere que sus hijos compartan sus bienes en ambiente festivo, y les da lo mejor (el ternero cebado, el vestido de gala, el anillo...). Pero ya vemos que hace falta tener experiencia del mal, de la penuria que se sufre fuera de la casa paterna, para poder aceptar y agradecer el regalo del Padre.

El hijo mayor, el cumplidor, vive no como hijo en la casa del padre, sino como esclavo cumpliendo estrictamente las órdenes de su padre. Ese cumplimentismo le endurece el corazón, y es incapaz de perdonar y aceptar la alegría de la recuperación del hermano perdido; no entra en la fiesta, y echa en cara que sus méritos no han servido de nada.

¿No nos retrata a nosotros este hijo mayor más que un poco? Apenas tenemos conciencia de pecado, por no haber cometido grandes transgresiones y ver que otros sí las cometen, incluso públicamente. No sentimos necesidad de ese cariño del Padre que quiere que sus hijos disfruten de su fiesta.

Pero ¿no sería distinto y más hermoso si aceptáramos su fiesta, aunque para celebrarla tengamos que sacrificar el ternero cebado, esto es, perder algo de lo nuestro?

Las Misiones Diocesanas tratan de hacer presente en tierras de misión, entre gente empobrecida y explotada, tanto los bienes de la cultura y bienes terrenos, como el conocimiento de un Dios que nos hace hermanos y herederos de su reino. Si, por egoísmo, perdemos esta dimensión de compartir lo que somos y tenemos; si, pensando que tal vez no tenemos para atender nuestras necesidades, somos incapaces de compartir estos bienes, y, encima, insolentemente decimos que aquí hacen falta misioneros, es que nuestro corazón, como el del hijo mayor de la parábola, se ha endurecido tanto que ya no es capaz de acoger el abrazo del Padre.

Los seminarios vacíos nos están lanzando un grito lastimero. Nuestras celebraciones lánguidas y mortecinas nos están delatando. Nuestras exiguas colectas nos están denunciando... ¿No seremos capaces de alcanzar a ver allí, en el horizonte de nuestra fe, a ese Dios que espera la vuelta de su hijo, para abrazarlo en un mar de lágrimas?

Para entrar en la fiesta que el Padre quiere preparar para sus hijos, es preciso salir de otras situaciones: de la esclavitud de Egipto y de su paradójica comodidad; de una vida falta de Dios, que exige reconciliación, y de una avidez excesiva por las riquezas que nos hacen competir por los bienes de los otros y nos llevan a expoliarlos y a marginarlos... En última instancia, salir de una vida sin Dios a esa otra en la que se acepta su abrazo, su perdón, y nos convierte en reconciliadores y en voceros de su fiesta.

Si somos capaces e entrar en ella, como el hijo que vuelve a casa,  podremos compartir la gozosa experiencia de la misericordia y del amor del Padre. Si, por el contrario, nos cerramos a la invitación del Padre, nos reconcomerá nuestro deber cumplido, la envidia de los que disfrutan a pesar de no haberlo merecido, y arremeteremos con­tra los hermanos y los incumplidores.

Dejemos las arideces del desierto de un mundo que se afana por marginar a un Dios que molesta porque vela por los menos afortunados y echa en cara la vaciedad de un culto insincero. Entremos en la fiesta de los hijos a compartir de lo que tenemos, acogiéndonos para ello como somos, sirviéndonos mutuamente, exigiendo nada y dándolo todo. Porque todo es de Dios que quiere celebrar fiesta con sus hijos.